1. EL HALLAZGO
Eran las cinco de la tarde cuando
–siguiendo la tradición– llovía con furia sobre el pequeño grupo de familiares
y amigos que acompañábamos a mi abuela caminando, como se hace en los pueblos,
desde la iglesia parroquial hasta el cementerio. Recordé que también llovía a
cántaros en los cuatro o cinco últimos entierros. La vida sigue doliendo
mientras los buenos se van y nos quedamos los mediocres, o a los que aún nos
queda un rato que aprender. Esas palabras y esas oraciones que reza el
sacerdote sobre el cadáver se te graban a fuego y te torturan con mil recuerdos
maravillosos, cuando te toca de cerca. Y aquí nos tocaba a todos a dolor.
El resto del día fue triste y con
esa sensación de no saber qué hacer porque nada te parece suficientemente
importante como para quebrar ese duelo. La familia se fue dispersando dejando
esa sensación agridulce, a algunos nunca los ves y siempre que lo haces es para
enterrar a alguien y por lo general con poco tiempo. Así que por una de esas
casualidades de la vida y por ser demasiado tarde para volver a Madrid me quedé
en la casa de mis sueños, aquella que había colmado mi infancia de felicidad, yo
sola.
Así se hubieron marchado los
últimos, me dediqué a vagar por la casa buscando una ocupación indefinida.
Saqué unas sábanas, estornudé un rato largo debido a mi dichosa alergia a los ácaros,
me tomé un antihistamínico y puse la tele. Tanto silencio me estaba pesando, y
a cada momento me parecía oír la voz de la abuela o a mi abuelo cantándole cada
vez que ella andaba cerca. Ya no lo sé. Siempre he pensado que cuando mueres te
vas a algún recóndito lugar con tus seres queridos, y los abuelitos llevaban
casi veinte años separados pues mi abuelo había fallecido repentinamente en el
año 93.
Rebuscando entre las cosas de la
abuela encontré una cajita con una llave. La probé en todas las cerraduras que
se me fueron ocurriendo, armarios, muebles, hasta una vieja caja de música,
pero no hubo suerte. Me la metí en un bolsillo y bajé al comedor. Volví a
estremecerme cuando el reloj dio las nueve así que me subí a una silla y paré
el péndulo del dichoso reloj. Ya solo me faltaba estar toda la noche
escuchándolo dar las campanadas cada hora.
De repente me di cuenta de que no
había absolutamente nada que cenar en casa, así que busqué desesperadamente el
teléfono del Pizzbur, empezaba a tener bastantes ganas de una de sus famosas
pizzas de huevos rotos, si no las habéis probado os las recomiendo. Al fin
encontré un folleto guardado en el cajón de las guías telefónicas, algo que ya
no se usa pero que mi abuela guardaba cada año con particular devoción.
Junto al teléfono encontré otra
cajita de madera en la que probé la llave, pero nada.
Empezaba a hacer bastante frío,
mi padre había dejado “desconectadísimas” todas las estufas de la casa en su
particular ronda de despedida. Suele hacerlo, quede alguien en casa o no, o por
si acaso. Así que busqué la vieja estufa de butano, esa que da una llamarada de
infarto al encenderse y puede quemarte las cejas si no te apartas como un
metro. No arrancaba así que moví la bombona como le había visto hacer a mi madre,
con una falta de respeto absoluto por el gas butano, cosa que nos había causado
ya algún pequeño susto familiar. No pesaba mucho así que salí al patio jurando
en arameo y busqué desesperadamente otra bombona, mientras lo hacía, la voz de
mi abuela sonaba en mi cerebro alta y clara “Nenes, cuando se acaba una bombona
hay que pedir otra…” Y tanto, en la casa de tócame Roque no había otra bombona
llena sino un par de ellas vacías. En mi desesperada búsqueda por el chabolo me
topé con el viejo baúl del abuelo.
Mi abuelo era militar y como
familia de militares la infancia de mi padre y mi tía había transcurrido de
pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad. En aquellos tiempos no se habían
inventado las maletas normales y corrientes y viajaban cargados con pesadísimos
baúles. Eso o algo así pensaba yo de niña cuando veía en cada esquina de la
casa un enorme baúl de madera que ya de por sí pesaba un quintal. Las mudanzas
debían de ser la pera en la España de los 50 y 60. De repente recordé la llave
y en ese momento oí el timbre de la puerta sonar con furia. Quizá desde allí no
lo había oído así que salí corriendo hacia la entrada.
-
Un momento –grité.
Al parecer mi padre también había
cerrado con todos los pestillos posibles la puerta así que corrí por mi bolso y
después de sacar cuatro juegos de llaves salió el último, el de la casa de la
abuela. Cuando conseguí abrir la cara del repartidor de la pizzería ya era no
era tan amigable, así que le sonreí para contrarrestar y le dije que se quedara
con el cambio. No suelo hacerlo, pero en la mayoría de las novelas y películas
lo hacen, así que me animé.
Mmmm, aquello olía de maravilla
así que corté un trozo y volví al trastero a examinar aquel baúl. Pensaba que
sólo contenía el traje militar del abuelo, y algunos recuerdos, no creía que la
abuela pudiera guardar la llave con tanto empeño. El baúl estaba claramente
abierto y la llave no encajaba así que mi gozo en un pozo. Empecé a revolver, y
a estornudar. Corrí a por mi inseparable paquete de clínex y volví con una
bufanda atada a la nariz y la boca, el único modo posible para una alérgica
como yo de rebuscar entre cosas llenas de polvo.
Efectivamente el uniforme militar
del abuelo, el sable, las botas y algunas medallas viejas, ganadas posiblemente
con gran tesón, estaban por allí. Oí sonar el móvil y corrí de nuevo hacia la
cocina.
-
Hola papá. ¿ya habéis llegado?
-
Hace un rato, había niebla en Mondoñedo y
tuvimos que abandonar la autovía para ir por la nacional. Mañana cuando salgas
ten cuidado. Ya sabes dónde tienes que desviarte, ¿no?
Antes de que volviera a
explicarme con precisión la ruta que debía seguir le recordé que pensaba ir por
Meira, más directa y más tranquila.
-
Ah bueno, es verdad, que tú siempre vas por el
otro lado. ¿Te has comprado algo para cenar?
-
Sí, he pedido una pizza. Por aquí no había nada
que echarse a la boca.
-
Bueno, por la noche cierra bien todas las
puertas…
-
Sí papá. No te preocupes. Oye sabes que la
abuela tenía una llave en el cajón de la mesilla y no encuentro de qué es.
-
Sabe Dios. Ya sabes que le encantaba guardarlo
todo y luego se fueron tirando cosas…
-
Estaba mirando en el baúl del abuelo, pero
también estaba abierto.
-
Ahí no hay más que polvo. Te vas a poner fatal
de la alergia…
-
Ya.
-
Bueno, pues mañana hablamos.
-
Sí, os llamo al llegar a Madrid.
-
Venga, chao.
Mi padre tenía una técnica muy
depurada para acabar siempre las conversaciones abruptamente, así que no
intenté indagar más sobre el tema del baúl.
Cogí otro trozo de pizza y volví
al chabolo, había empezado a llover. Al levantar la segunda capa de cosas
encontré una caja metálica bastante grande. La levanté y miré la cerradura. La
llave encajaba así que volví a la cocina. Al poco de entrar se oyó un trueno y,
como también era habitual en el pueblo, la luz tembló. Temí quedarme a oscuras
así que busqué una vela. Revolví todos los cajones del comedor, luego los del
salón y nada. Al final eché mano a un quinqué decorativo, con una especie de
vela aromática y cogí las cerillas de la cocina. Abrí la caja, después de
pelear un rato con la cerradura, y me sorprendió ver dentro un montón de folios
escritos a máquina, la inconfundible Olivetti de mi abuelo. Como tenía tan mal
pulso, se había habituado a escribir todo con aquella máquina que llevaba de
aquí para allá entre sus pertenencias. Los saqué. Estaban unidos por unas
grapas y algunos se veían bastante deteriorados por la humedad.
Tuve el impulso de volver a
llamar a mi padre para hacer alguna pregunta sobre el asunto, pero algo dentro
de mí me hizo decidirme por empezar directamente a curiosear. Luego ya
preguntaría.
Volvió a sonar el móvil. “Mamá”.
Posiblemente a mi madre le faltaba información tras la llamada de mi padre o
bien había quedado alguna cuestión sin matizar como “tómate algo caliente” o
“abrígate bien por la noche”. Las madres no pueden escapar de la idea de que
son madres al fin y al cabo.
-
Hola mami.
-
¿Qué tal te has quedado ahí tu solita?
-
Bien, no te preocupes.
-
¿Tenías algo para cenar?
-
No pero ya me pedí algo por teléfono, y mañana
desayunaré en algún lado y ya salgo.
-
Bueno, ¿estás bien?
-
Sí mami. Te dejo que me quiero acostar pronto.
Era el único modo del colgarle el
teléfono a una madre y me picaba la curiosidad con los dichosos folios
escritos.
Cogí otro trozo de pizza y una
servilleta para no manchar todo aquello. Había logrado encontrar una coca-cola
sin caducar así que también tuve cuidado con el vaso, suelo llevar la fama de
patosa y con razón. Comencé a leer…
Madrid
Debido a mi trabajo desde la juventud como mancebo en una farmacia del
pueblo, cuando llegué para realizar mi servicio militar en Madrid fui asignado
inmediatamente al cuerpo de Sanidad. Sabía poner inyecciones, hacer píldoras y
pomadas y reconocer algunos preparados por el olor, lo cual en el ejército te
capacitaba automáticamente para curar enfermos o ayudar a hacerlo.
Madrid era un hervidero social y político en aquellos años previos a la
guerra por lo que seguía los consejos de mi hermano Manolo y trataba de que el
día transcurriera sin meterme en líos.
Vivía en el cuartel de los Docks, entre las calles Pacífico y Comercio,
y hacia la tarde, en el rato que tenía libre solía acercarme a la imprenta
donde trabajaba Manolo a echarle una mano con el trabajo.
Comencé a leer con voracidad
aquellas páginas amarillentas y de repente pasaban ante mis ojos escenas en
blanco y negro, de dos hermanos jovencísimos sacándose las castañas del fuego
en el polvorín que era aquella capital en los años 1934, 35 y 36. En aquella
época donde no había paraguas familiar, y de padres labradores debían salir
hijos hechos y derechos que frecuentemente dejaban el pueblo natal buscando un
futuro. Así lo había hecho Manolo, el hermano del abuelo. Me estremecí al mirar
para la pared del comedor y ver su viejo retrato, que mi abuelo había querido
tener siempre allí y mi abuela había respetado en todas sus reorganizaciones
domésticas. Poco más allá, sobre un viejo aparador, las fotos de todos los
nietos, bodas, bautizos y comuniones y la pequeña foto de boda de mis abuelos.
Dos jovencísimos audaces mirándose con pasión, que se casaron con lo puesto en
un día de verano de la triste postguerra española.