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viernes, 25 de septiembre de 2015

La tuberculosis y los sanatorios de principios de siglo

Un tema espeluznante para quienes hayan tenido la suerte de escuchar testimonios de familiares o personas de principios del siglo XX es sin duda el de la tuberculosis. Una enfermedad hoy superada y cómo podía truncar vidas con tanta facilidad en el año 1900. Mi abuelo relata en sus memorias cómo uno, dos y hasta tres hermanos fallecieron a causa de esta enfermedad, además de otros vecinos y amigos. La mayoría la contraían por cariño o solidaridad, por hacerse cargo de quienes padecían este mal y no tomar medidas para evitar el contagio, o no saber hacerlo. 

Sanatorio abandonado en Cesuras (A Coruña)
Se calcula que España tenía doscientos muertos por cada cien mil habitantes a causa de la tuberculosis, por eso en 1903 se creó la Asociación Antituberculosa Española (AAE) que además propició la aparición de comités bajo el mandato de Alfonso XIII, en el que se
construyó el primer hospital de enfermedades infecto-contagiosas, el hospital del Rey, en Madrid.

Las zonas montañosas de toda España albergaban unas condiciones óptimas para la curación de estos enfermos. Tranquilidad, aire puro, temperaturas suaves y buenos cuidados. Eso vendían los sanatorios de los años 20 y 30 en una especie de auge que como todo apagó la guerra civil. Guadarrama albergó muchos de ellos, para dar servicio a la enorme población de Madrid que ya por entonces superaba los 800.000 habitantes. Pero estos sanatorios también tienen su leyenda negra, cuando los enfermos desahuciados sufrían el abandono y la dureza de la enfermedad en su propia piel. 

Si quieres comprar la novela "La Casilla de Guadarrama", que inspira este blog puedes consultar aquí los puntos y modalidades de venta.
 

domingo, 30 de agosto de 2015

Pasando de largo por la vida


Desde que encontré aquellas viejas memorias en el fondo de un baúl no he parado de pensar en Luisa. Una mujer de principios de siglo, que pasó de la niñez a la madurez de un salto como hacían nuestras abuelas. Vivió el horror de la guerra en su entorno y también en su corazón, pues vio enfermar a su novio de tuberculosis, y aún así no se apartó de su lado. 

Hoy he soñado con Luisa. Alguna voz dentro de mí me desvelaba su año de fallecimiento. ¿Será verdad o locura? Después de buscar su rastro en las cajas de fotografías familiares, de tratar de hallarla con solo un nombre propio y una escasísima referencia en los papeles que dejó mi abuelo. De buscarla por todos los puestos del Mercado de Antón Martín, donde su padre tuvo un negocio. De perseguir su fantasma por el viejo barrio de las letras. De buscar sus ojos en algún descendiente por la Plaza de Jesús, la iglesia de Medinaceli o la calle Atocha.

Estoy convencida de que ella ya no estará, pero quizá algún día sus hijos o nietos lean esta novela y la reconozcan en sus páginas. Quizá decidan escribirme y contarme algún recuerdo. Quizá ella dejará también entre sus cosas alguna fotografía o alguna vieja carta. O quizá quede solo siempre en el recuerdo de quienes alguna vez supimos de su existencia, como tantas vidas, como tanta gente. Pasando de largo por la vida y borrando su propio rastro.