La abuela ya no está, pero nos ha dejado su casa, y con ella la memoria familiar. Estas cuatro paredes albergan tesoros que quiero que mis hijos descubran, como lo hice yo. Las fotos de los que emigraron a América a labrarse un futuro, los libros de la niñez de mis padres y de la mía, las revistas de los años 70 y 80 o las tazas y platos de duralex color caramelo.
Solo en verano puedes coger la vieja bicicleta BH y hacer piernas, a piñón fijo. O reaprender a volver de la tienda con una docena de huevos colgada del manillar de la bici, con tus hijos detrás, cayéndose en los mismos baches y curvas que tú lo hacías de niña. Salir a coger moras con la consiguiente indigestión, pincharte en silvas o las ortigas y buscar menta para calmar el dolor. Nadar en las frías aguas del mar o trepar por las rocas buscando algún animal marino indefinido que sabes que no podrás comerte, porque ahora está prohibido.
Las largas comidas con sobremesa y partida de cartas han sido sustituidas por algún intrascendente programa de televisión, porque ya no contamos historias y todos tenemos prisa. Pero la tele está genial apagada en esta época del año, y meterse en cama bajo la colcha de ganchillo con una novela de Agatha Christie es mucho más auténtico.
Playas de acantilados, con mucho espacio en marea baja pero solo rocas en marea alta. Domingos de regata. Fines de semana de fiestas patronales. Cohetes y más cohetes. El pub o el bar del pueblo, ese lugar intergeneracional. El pan de horno de leña y la empanada de masa de pan. Esas enormes tazas de desayuno. La cuesta de bajada al puerto o la plaza. El banco donde comías pipas. Las eternas escaleras de subida desde la playa. El bullicio de los días de mercado o feria. Las romerías, ésas de mantel de cuadros sobre la hierba y muchas historias que contar y escuchar. El silencio de las noches en el campo, los crujidos de la madera del suelo, la frialdad de las baldosas o las noches de grillos y estrellas.
Las excursiones y los paseos al faro o al monte. Las tardes en lancha, por la ría o el río. Las piedras del fondo, las algas o las avispas y mosquitos. Las pandillas, aquellas mezclas heterogéneas de madrileños y gallegos, con alguna pequeña aportación castellana. La tienda, el cine, el quiosco o la iglesia. El mercadillo, el parque o jugar al escondite por las calles del pueblo o la aldea. Las contraventanas de madera, las mecedoras o los desvanes, las cocinas y comedores llenos donde todos tropezamos torpemente unos con otros. Los collares de conchas o pulseras, la camiseta descolorida o las alpargatas. El olor a hoguera, a hierba o a comida de puchero.
No sé si tenéis aldea o pueblo, pero si no, deberíais adoptar uno.
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