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miércoles, 26 de agosto de 2015

Veranos en casa de la abuela

La abuela ya no está, pero nos ha dejado su casa, y con ella la memoria familiar. Estas cuatro paredes albergan tesoros que quiero que mis hijos descubran, como lo hice yo. Las fotos de los que emigraron a América a labrarse un futuro, los libros de la niñez de mis padres y de la mía, las revistas de los años 70 y 80 o las tazas y platos de duralex color caramelo.

 

Solo en verano puedes coger la vieja bicicleta BH y hacer piernas, a piñón fijo. O reaprender a volver de la tienda con una docena de huevos colgada del manillar de la bici, con tus hijos detrás, cayéndose en los mismos baches y curvas que tú lo hacías de niña. Salir a coger moras con la consiguiente indigestión, pincharte en silvas o las ortigas y buscar menta para calmar el dolor. Nadar en las frías aguas del mar o trepar por las rocas buscando algún animal marino indefinido que sabes que no podrás comerte, porque ahora está prohibido.

Las largas comidas con sobremesa y partida de cartas han sido sustituidas por algún intrascendente programa de televisión, porque ya no contamos historias y todos tenemos prisa. Pero la tele está genial apagada en esta época del año, y meterse en cama bajo la colcha de ganchillo con una novela de Agatha Christie es mucho más auténtico. 

 
Playas de acantilados, con mucho espacio en marea baja pero solo rocas en marea alta. Domingos de regata. Fines de semana de fiestas patronales. Cohetes y más cohetes. El pub o el bar del pueblo, ese lugar intergeneracional. El pan de horno de leña y la empanada de masa de pan. Esas enormes tazas de desayuno. La cuesta de bajada al puerto o la plaza. El banco donde comías pipas. Las eternas escaleras de subida desde la playa. El bullicio de los días de mercado o feria. Las romerías, ésas de mantel de cuadros sobre la hierba y muchas historias que contar y escuchar. El silencio de las noches en el campo, los crujidos de la madera del suelo, la frialdad de las baldosas o las noches de grillos y estrellas. 

Las excursiones y los paseos al faro o al monte. Las tardes en lancha, por la ría o el río. Las piedras del fondo, las algas o las avispas y mosquitos. Las pandillas, aquellas mezclas heterogéneas de madrileños y gallegos, con alguna pequeña aportación castellana. La tienda, el cine, el quiosco o la iglesia. El mercadillo, el parque o jugar al escondite por las calles del pueblo o la aldea. Las contraventanas de madera, las mecedoras o los desvanes, las cocinas y comedores llenos donde todos tropezamos torpemente unos con otros. Los collares de conchas o pulseras, la camiseta descolorida o las alpargatas. El olor a hoguera, a hierba o a comida de puchero.

No sé si tenéis aldea o pueblo, pero si no, deberíais adoptar uno.

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martes, 21 de julio de 2015

Aquellos veranos de novela

¿No añoráis los veranos de la infancia, sin nada que hacer, con horas y horas de aburrimiento...? Son veranos que no vuelven. Veranos de ver pasar las nubes. De nadar y saltar olas hasta que se te ponían los labios morados del frío. De callejear y deambular. De jugar con primos o vecinos. De tomar pipas sentados en un banco del parque. De pedirle bizcocho y helados a la abuela. De ver las estrellas, de leer en la cama y de dormir a pierna suelta hasta la mañana siguiente. Veranos con sabor a paella o barbacoa. Veranos de estar con papá y mamá más tiempo que el resto del año.

También eran veranos de leer tebeos, cómics o novelas de aventuras. Así, de un tirón, sin mirar el reloj que por aquel entonces pasaba lenta y aburridamente, solo guiándonos por la posición del sol sobre nuestras cabezas. Veranos de aprender y asentar tantas ideas. Dicen que aburrirse es importante para el desarrollo de los niños, ¿cuánto os habéis aburrido vosotros o cuántos juegos han salido de ese aburrimiento?

Si algo queda de mayores, entre la prisa que domina nuestros veranos, ya con el yugo del paso del tiempo sobre nuestros hombros, es ese placer en la lectura. En ratos pequeños, no ya de un tirón, hasta que se te durmieran los brazos. Con un ojo puesto en el juego de los niños, en los compromisos o en las obligaciones, y el otro en el libro. 

Novelas. Novelas que puedes por unos minutos sentir y hasta oler, como cuando eras niño. Novelas hechas de palabras, de miles de sugerentes conceptos y frases que van construyendo escalones bajo tu pedestal de conocimiento, para mirar allá fuera, alrededor de ti, de tu siempre pequeño mundo. Novelas hechas de historias que no son la tuya, son otra que enriquece y admira.

Historias. De esas que escuchabas en tu infancia. Cuando las tardes eran infinitas y las horas sabían a bocadillo de chocolate. Historias que te hicieron crecer y hoy puedes contar a otros. Historias que no mueren porque otras personas las recogerán algún día en alguna novela. Historias que te apartan por un momento, como cuando eras niño, de la tuya propia. Y cuando vuelves de ese maravilloso viaje, ya no eres la misma persona.

Así recogimos nosotros esta historia, y desde ella os deseamos un feliz verano lleno de novelas y de historias increíbles.


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