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jueves, 15 de octubre de 2015

La casilla de la muerte de Guadarrama, en plena Guerra Civil

Julio de 1936. Anochecía. El joven cabo de sanidad militar salió de aquel viejo sanatorio de Tablada y enfiló hacia arriba siguiendo el trazado de la nacional VI. Se oían ráfagas de ametralladora de vez en cuando. Caminaba semiagachado cuando encontró a unos soldados del regimiento de Castilla que en realidad eran extremeños, y disparaban tumbados, asomando el fusil por entre las piedras del muro sin saber muy bien a dónde apuntaban. 

Se oían los aviones volando bajo. Al llegar a la curva, vio la caseta de camineros al otro lado de la carretera y la cruzó de cuatro zancadas. Saltó sobre los sacos que protegían la puerta y se tiró dentro. Enseguida comprobó que eran sacos de pan duro. 

La escena dentro de la casilla era difícil de asimilar. Era grande, como un garaje, y diáfana. Con grandes vigas en el techo y unos diez metros de frente por treinta de fondo. Había un hombre con una bata blanca curando a un herido. Junto a él, una miliciana con un mono preguntaba al pobre soldado sus datos y los anotaba en una libreta. Los heridos gritaban. Uno pedía que le llevaran a morir a Madrid, otro que a Segovia, otros gritaban que no podían soportar el dolor.

Mi abuelo preguntó quién estaba al mando, y al ver que era cabo sanitario le dijeron que se ocupara él porque ninguno de los que curaban o ayudaban tenía ningún conocimiento en la materia. Tumbaron a otro herido sobre una mesa, que realmente era una puerta sobre dos cajones, el colchón que hacía de camilla chorreaba sangre. El herido era un alumno joven del Colegio de la Guardia Civil de Valdemoro. Lo había arrastrado monte abajo una chica que iba con él. Nuestro joven protagonista cortó la ropa y vio que una bala le atravesaba el pecho. Se moría y quería dar un recado a la chica, que se llamaba Mari. Pronto hubo que sacarlo de allí para curar a otro. 

Muchos murieron, otros fueron bajados en camiones al anochecer, con las luces apagadas, a hospitales de Madrid o al sanatorio de Tablada, un poco más abajo. Al caer la noche una de las voluntarias trajo algo de comer: chorizos y pan duro con chocolate. Mi abuelo se sentó en la puerta, pero fue incapaz de probar bocado. Cesaban los tiros, como al terminar cada jornada, para volver a escucharse con las primeras luces del Alba. 

Así, más o menos, lo narraba mi abuelo en sus memorias y así lo recoge la novela "La Casilla de Guadarrama". Esta caseta de camineros sigue en pie, en la curva de Tablada, poco antes del Alto del León.

Si quieres un ejemplar de La Casilla de Guadarrama puedes consultar aquí sus puntos y modalidades de venta. 

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Cápsulas del tiempo

Plaza de Jesús (Madrid)

No sé vosotros, pero yo a veces sueño con encontrar por la calle un puesto lleno de botellas de cristal. Imaginemos que cada una contiene un momento, una circunstancia o una persona de nuestro pasado. Seguro que coincidimos en que algunas no las abriríamos jamás. Pero ¿no sería maravilloso poder abrir otras y revivir por un momento aquel instante de felicidad, aquel recuerdo o aquella vivencia?

Mi pasión por las cápsulas del tiempo viene de lejos. Suelo usar como marcapáginas notas, entradas de algún espectáculo o recortes de prensa o revistas. Pasado el tiempo impresiona encontrar algo con diez o veinte años de antigüedad y recordar en qué momento pasamos por aquellas páginas.

Hace unos meses tuve la oportunidad de viajar a principios de siglo. Sí, fue gracias a esta novela precisamente, "La Casilla de Guadarrama". En ella se habla de la antigua imprenta Mercurio, ubicada en la madrileña Plaza de Jesús. Allí transcurrieron años felices para mi abuelo y su hermano Manolo, también alguna vivencia más dramática que se recoge en las páginas del libro. Cada rincón del viejo Madrid que recorrimos resultó ser una auténtica cápsula del tiempo: casas de principios de siglo, bares de época, hoteles centenarios.

Mi abuelo describió con precisión de notario el espacio en aquel sótano. Su pequeña puerta se cerró para ellos en julio de 1936. Bien, pues casi ochenta años después, la puerta volvió a abrirse ante nosotros. 
Entramos en aquel edificio con la piel de gallina y lágrimas en los ojos. Quienes allí se dejaron unos cuantos años de su vida ya no están, pero pudimos -por una auténtica casualidad del destino- bajar aquellas escaleras, traspasar aquella puerta y ver lo que fue la vieja imprenta. Aquel espacio, su suelo, los ventanucos, el estrecho local de techo bajo, su ambiente... 
La casualidad quiso que la realidad se impusiera a la ficción y todo cuanto cuenta la protagonista la novela resultó cobrar vida y parecerse bastante a lo soñado. A veces me pregunto si la literatura tiene realmente límites.

Si quieres un ejemplar de la novela puedes informarte aquí


jueves, 3 de septiembre de 2015

¿Nos mudamos a un libro?

Alberto, Silvia, Lourdes, Lucía, Ana, Pepa, Víctor, Enrique, Inma, Marta o María. Son solo algunos nombres de los muchos lectores que en los últimos meses me han ido haciendo llegar sus comentarios. La mejor noticia es que se han leído la novela de un tirón, en uno, dos o pocos días. Como lectora creo que la mejor virtud que puede tener un libro es engancharte hasta el punto de no poder soltarlo hasta el final.

El lector completa la obra. Las historias solo cobran vida cuando alguien las hace suyas, cuando abrimos las páginas de un libro y dedicamos unas cuantas horas de nuestra vida a evadirnos de nuestro mundo real y nos embarcamos en una historia que nos hace soñar. Página a página, cada uno creamos un mundo único de interpretación para cada obra, y vivimos cada escena de la historia en función de nuestras vivencias y emociones. 

La historia de "La Casilla de Guadarrama" rondaba mi cabeza y ahora es de todos los lectores. Si ha proporcionado dos días o una semana de emoción a cada uno de ellos ha sido un trabajo muy satisfactorio. 

Si aún no has leído la novela aquí tienes toda la información sobre ella. Te esperamos!




domingo, 30 de agosto de 2015

Pasando de largo por la vida


Desde que encontré aquellas viejas memorias en el fondo de un baúl no he parado de pensar en Luisa. Una mujer de principios de siglo, que pasó de la niñez a la madurez de un salto como hacían nuestras abuelas. Vivió el horror de la guerra en su entorno y también en su corazón, pues vio enfermar a su novio de tuberculosis, y aún así no se apartó de su lado. 

Hoy he soñado con Luisa. Alguna voz dentro de mí me desvelaba su año de fallecimiento. ¿Será verdad o locura? Después de buscar su rastro en las cajas de fotografías familiares, de tratar de hallarla con solo un nombre propio y una escasísima referencia en los papeles que dejó mi abuelo. De buscarla por todos los puestos del Mercado de Antón Martín, donde su padre tuvo un negocio. De perseguir su fantasma por el viejo barrio de las letras. De buscar sus ojos en algún descendiente por la Plaza de Jesús, la iglesia de Medinaceli o la calle Atocha.

Estoy convencida de que ella ya no estará, pero quizá algún día sus hijos o nietos lean esta novela y la reconozcan en sus páginas. Quizá decidan escribirme y contarme algún recuerdo. Quizá ella dejará también entre sus cosas alguna fotografía o alguna vieja carta. O quizá quede solo siempre en el recuerdo de quienes alguna vez supimos de su existencia, como tantas vidas, como tanta gente. Pasando de largo por la vida y borrando su propio rastro.

jueves, 27 de agosto de 2015

Una historia "real" de la Guerra en el Blog "Guerra en Madrid"

El verano nos ha traído grandes honores como muchos e importantes lectores y algunas menciones. Ésta nos hace especial ilusión, y es que el Blog Guerra en Madrid, incluye una reseña de "La Casilla de Guadarrama" dentro de las lecturas sobre la Guerra Civil Española.


El Blog recomienda diez libros sobre la guerra civil publicados en 2015, como son "La Batalla de las Ondas" (Daniel Arasa), "Voces en la trinchera" (James Matthews), "Los caprichos de la Suerte" (novela inédita de Pio Baroja), "El final de la Guerra" (Paul Preston), "Enfermeras de la Guerra" (Anna Ramió y Carme Torres), "El final de la Guerra Civil" (Fernando Rodríguez Miaja), "La persecución del Santo Cáliz en la Guerra Civil" (Francisco Ballester-Olmos), "La Guerra Civil como moda literaria" (David Becerra Mayor), "El General Invierno y la Batalla de Teruel" (Vicente Aupí). En segundo lugar de este repertorio se cita "La Casilla de Guadarrama".

Quizá las historias de la guerra aún siguen vivas en el recuerdo de tantas familias y de tantos escritores. La generación que vivió la guerra se nos apaga, pero nos quedan los libros.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Booktrailer de la novela "La Casilla de Guadarrama"

¿Os gustan las historias de intriga? A nosotros nos apasionan, por eso nos encanta esta novela, basada en hechos reales y ambientada en Guadarrama, Madrid, Ribadeo, Venecia, Oporto, Dublín y Zug.

La protagonista descubre unas viejas memorias escritas por su abuelo en los primeros días de la guerra civil española e inicia una investigación que le llevará a descubrir, capítulo tras capítulo, más de una veintena de cosas que no conocía y que son determinantes en su historia familiar.

Aquí tienes el booktrailer de la novela, sus claves en 30 segundos.


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jueves, 30 de julio de 2015

Novedades literarias: última estación Zug (Suiza)

En Zug puedes encontrar cualquier cosa, pero sobre todo tranquilidad. Está a orillas del lago que lleva su mismo nombre, con un precioso fondo de montañas y puede regalarte decenas de postales de casas con sus vigas de colores a la vista. Está cerca de Zurich y Lucerna, y al margen de ser conocida como paraíso fiscal o la ciudad sin paro era el perfecto capítulo de cierre para nuestra historia. 

Y es que esta pequeña ciudad tiene rincones increíbles. Sus habitantes pasean junto al lago al atardecer y ven ponerse el sol sobre las mismas aguas. Los restaurantes se afanan en atender a los pocos turistas que por allí se pueden ver, en casas que llevan en pie unos cuantos siglos. Sus fuentes, sus plazas, sus calles empedradas o el hotel Ochsen, un edificio del siglo XVI que realmente impresiona, son solo una pequeña parte de las experiencias que puedes vivir allí, como las vivieron nuestros protagonistas. 

"La casilla de Guadarrama" es una novela de intriga que arranca en la actualidad e investiga la trayectoria vital de un joven cabo sanitario en el Madrid de los años 30. Su paso por el frente de Guadarrama -en pleno arranque de la guerra- y sus escritos posteriores, llevan a la protagonista a una serie de hallazgos sorprendentes. 

Esta es precisamente la última estación de una intensa búsqueda que pasa también por Ribadeo, localidad natal de aquel militar, y varias ciudades europeas como Oporto, Dublín y Venecia. Pero la novela centra su último capítulo en Zug, donde se esconde algo que ha permanecido oculto durante demasiados años. Si aún no lo has descubierto y quieres comprar esta novela puedes hacerlo aquí.

miércoles, 15 de julio de 2015

Los mil y un escenarios literarios que da Venecia

La ciudad de Venecia se pinta en un imprescindible capítulo de la novela "La Casilla de Guadarrama". Pocas ciudades podría haber más literarias que ésta, con sus canales, góndolas, puentes y estrechas calles medievales llenas de pasadizos de auténtica novela negra. Pasear por Venecia al anochecer, cuando el calor del verano ha remitido un poco, y fijarse en cada esquina, cada tienda, cada escaparate lleno de máscaras. 

En Venecia nada es lo que parece, y la alegría de vivir lo inunda todo. Los enormes palacios frente al gran canal, los vaporetos atestados de turistas, o los soportales alrededor de la plaza frente a la increíble catedral de San Marcos. Los museos tristes y enigmáticos como la Fundación Peggy Guggenheim, o las repletas pizzerías en el Campo de Santa Margherita.

En este escenario, al borde del mar, tiene lugar un acontecimiento crucial para la protagonista y su fiel amigo Germán. Una vieja librería en el Campo de San Barnaba, de esas en las que te gustaría pasar el día rebuscando, y un descuido. Alguien les sigue los pasos y no precisamente para ayudar a nuestros dos buscadores de historias. Cómo lo resolverán o cuáles serán las consecuencias es algo que reservamos para nuestros lectores. ¿Te gustan las historias?

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domingo, 12 de julio de 2015

La casa de los Queiruga, en la ficción

En las páginas de "La Casilla de Guadarrama" aparece reflejada como la casa de los Queiruga. Estas cuatro paredes merecían una historia, aunque fuera de ficción y así lo reflejamos página a página dotando de varias dosis de misterio e intriga al asunto.

¿Quién la construyó? ¿Cuándo? ¿Quién ha vivido allí durante años? ¿Quién abre y cierra esa puerta cada día? La realidad la sabéis quienes vivís en la zona, yo me limité a incorporarla en la novela y, recientemente, y aprovechando el paso de una serie de indianos también "ficticios" por la zona, a retratarlos, con su amable colaboración. Formaban parte del grupo de los miles de ribadenses que participaron en esta espectacular edición del Ribadeo Indiano.

Las casas guardan historias, algunas de ellas son apasionantes y otras terribles. A nosotros nos gustan todas ellas, y a vosotros, ¿os gustan las historias?


Puedes comprar la novela "La Casilla de Guadarrama" por cualquiera de estas modalidades.

viernes, 10 de julio de 2015

Presentación de la novela en cincuenta segundos

La autora de la novela "La Casilla de Guadarrama" te presenta aquí la novela en 50 segundos. Cómo nace la historia, cómo está planteada y el por qué de su título.


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lunes, 6 de julio de 2015

Oporto literario en las páginas de "La Casilla de Guadarrama"

Oporto es una ciudad literaria de por sí. No sólo porque en ella se capta la esencia de la tradición, de la cultura, de la gente, sino también por la antiguedad y presencia de librerías míticas como "Lello e Irmao". 

Está en la rúa de Carmelitas, enmarcada por edificios de azulejo de diferentes colores. Entrar en ella es directamente soñar despierta, para quienes amamos los libros alineados en grandes estanterías. Aquí el valor de cada uno de los volúmenes se suma al de la antigua estantería con escalera integrada, que es ya un museo de por sí. 

En las páginas de "La Casilla de Guadarrama" se integra este templo del libro con gran naturalidad. Qué mejor lugar para investigar una pista literaria que esta "livraría". Pero también las calles de Oporto, estrechas y adoquinadas, los tranvías ascendiendo entre chirridos y el ambiente húmedo de la rivera. 

Las noches, tienen allí sonido de fado y sabor a bacalhau, y la vista se recrea con la ensalada de luces de la ciudad desde la Sierra del Pilar o cualquier punto de Vila Nova de Gaia. Por Oporto se pasea saboreando, y así lo hacen los protagonistas de nuestra novela para resolver un capítulo fundamental del enigma en que se ven inmersos en su historia. Nuestra historia.


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domingo, 28 de junio de 2015

El peor día de la guerra civil española

Así lo califica mi abuelo en las memorias que dejó escritas y así se recoge en las páginas de La Casilla de Guadarrama. El día 30 de julio nuestro narrador en segunda persona estaba destacado en la caseta de camineros de la curva de Tablada, las memorias relatan una jornada calificada como “el peor día de la guerra”, desde el punto de vista de alguien que estuvo los tres años de la guerra en diversos frentes de combate. Díaz Echevarría comenta cómo en los días anteriores habían pasado por allí unos 400 heridos y muertos. Más de cien en una sola jornada bajo un intenso tiroteo desde arriba, desde el bando fascista, mientras desde el muro de la carretera, un poco más abajo, respondía el bando contrario. En ese momento los heridos atendidos en el puesto ya eran de ambos bandos, entre un ambiente de confusión total.

César Díaz tenía 21 años cuando estalló la guerra, asaltaron el cuartel de los Docks donde estaba destinado. Tras enterarse de que las tropas habían sido licenciadas, en los primeros días de la guerra civil (17-18 de julio), comienza un periplo por toda la sierra madrileña en donde es destinado primero, en el antiguo sanatorio Hispanoamericano, después pasa por el Sanatorio de Tablada y posteriormente permanece varias semanas en la denominada “Casilla de la muerte” en un improvisado puesto de socorro. 

Este militar fue ascendido a Sargento según se recoge en el D.O. del Ministerio de la Guerra del 22 de octubre del 36, por su participación en la colocación de una bandera blanca con una cruz roja en la azotea del sanatorio conocido como Hispano-americano el 24 de julio del 36, durante un intenso bombardeo aéreo, y en el que resultó herido leve.

Las referencias a lugares y personas sobre el terreno son constantes, pero lo más estremecedor del relato son la larga serie de heridos y fallecidos que por allí pasan. Por aquella vieja caseta llena de desconchones en un arcén de Guadarrama, y donde deberíamos honrar la memoria de nuestros antepasados en lugar de tirar escombro.

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lunes, 22 de junio de 2015

Entrevista publicada en La Opinión de A Coruña: Carmen Delia Díaz, autora de "La Casilla de Guadarrama"

Leer entrevista en La Opinión 
 
Carmen Delia Díaz Autora de la novela de la Guerra Civil 'La casilla de Guadarrama'

"La guerra no es como se estudia en los libros; todo es mucho más caótico"

"Escuchamos poco las historias familiares; quizás no convivimos todos tan juntos, quizás tenemos menos capacidad de escucharnos"
  21-06-2015 22:28

La autora Carmen Delia Díaz, con un ejemplar de su libro. 13fotos
La autora Carmen Delia Díaz, con un ejemplar de su libro. 13fotos
Carmen Delia Díaz (A Coruña, 1976) se decidió por la ficción para recuperar la historia de su abuelo durante la Guerra Civil. Extractos de sus memorias, una historia ficticia sobre su tío abuelo, y una investigación novelada conforman La casilla de Guadarrama, autoeditado y a la venta en casillaguadarrama.blogspot.com.es.
-¿Cómo nació la historia?
-Mi abuelo me había contado episodios de la guerra. Pero sus memorias, realmente, estuvieron en el armario hasta hace unos años, cuando mi padre las recopiló en un libro. Le pedí los escritos originales y empecé a investigar datos concretos, como la casilla de camineros donde montó un puesto de socorro. Está llena de escombros, de pintadas, pero en pie.
-¿Por qué decidió novelarlo?
-Intenté localizar a la novia de mi tío abuelo, pasé meses investigando esto, leyendo, hablando con mi padre, y me dije, o lo escribo o a lo mejor nadie lo va a hacer.
-¿Fue difícil ponerse en el papel de gente que vivió la guerra?
-La guerra no es como la estudiamos en los libros. La guerra que vive la población a pie de calle es muy diferente. Mi abuelo, en la casilla, curaba a enfermos del bando republicano y también del otro. Y a veces decía que no podía sacar la cabeza porque te podían disparar los otros o los tuyos. Todo era mucho más descontrolado y caótico de lo que estudias. Fue una ruptura total.
-¿Es necesario recuperar la memoria, entonces?
-Hoy escuchamos poco las historias familiares. Y siempre hay un tío que se fue a América, otro que se embarcó en una aventura. Quizás ya no convivimos todos tan juntos, quizás tenemos menos capacidad de escucharnos.
-También hubo quien calló.
-La Guerra Civil provocó mucho dolor, así que entiendo ese silencio. Pero creo que ya deberíamos perderlo. Hay muchísimos restos de la guerra que yacen olvidados. Guadarrama creo que es el caso más palpable, porque el Ayuntamiento ha hecho rutas y hay un montón de restos de trincheras, de búnkeres? Es una historia triste, pero que nos puede enseñar mucho. Es importante que ese espacio se recupere.
-¿Qué le ha enseñado investigar y escribir este libro?
-Mi abuelo necesitó escribir todo esto para curar sus heridas. Las heridas se curan contándolo y narrándolo. Todo esto refleja el trauma que debió superar mi abuelo. Y a mí, a nivel personal, me aporta muchísimo.
-¿Qué periodo abarca la narración de la novela?
-Cojo un primer episodio que narra mi abuelo, cuando está en un cuartel y lo asaltan entre finales de julio y primeros de agosto de 1936. Luego tiene algunos rasgos de realidad pero no sigue fielmente la historia familiar.

El Misterioso Sanatorio de Tablada (Guadarrama)

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Desde que cayeron en mis manos aquellos folios mecanografiados por mi abuelo me centré en varias localizaciones y les seguí la pista incesantemente a lo largo de la historia. Hasta hace poco creía que el Sanatorio de la Tablada que él describe, en el inicio de la subida al Puerto del León, era el que actualmente permanece en estado de abandono, fantasmagórico y a medio construir. Ése que ha protagonizado escenas de pánico en grupos de visitantes y que tantos blogs recogen con fotos y psicofonías incluidas grabadas en el interior. Pero después de leer un post en El Guadarramista y rastrear los primeros años del siglo XX en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional fui consciente de que el sanatorio era otro, fue el denominado Sanatorio Lago de Tablada. Así lo relata mi abuelo en sus memorias y allí fue donde estuvo aquel fatídico 26 de julio, cuando subiendo en una camioneta con dos compañeros hacia Tablada, los tirotearon y ambos murieron. Mi abuelo se salvó de milagro dejándose caer por un terraplén a la altura de la Fuente de la Teja.

El Sanatorio Lago Tablada estaba en el mismo lugar que el actual Sanatorio, tenía cien plazas y su construcción se autorizó en Consejo de Ministros en el año 1921. Estaba destinado al tratamiento de enfermos de tuberculosis, y era atendido por Hermanas Mercedarias, puesto que tenía zonas también para personas con pocos recursos económicos. Y fue sufragado con fondos del Ministerio de Gobernación, un total de millón y medio de pesetas de la época, y la señora viuda de Lago, que abonó el terreno y parte del edificio.

Se inauguró el 9 de diciembre de 1924, así lo recoge El Imparcial, y el resto de periódicos del momento, que destacan la presencia de los reyes y gran parte de la nobleza del momento en aquella apertura. Su director era Julio Blanco Sánchez (1888-1976). Numerosas publicaciones elogian el edificio, como La Construcción Moderna, el 30 de mayo de 1924, que publica además una ilustración recogiendo al pie el nombre de los arquitectos Salvador y Cárdenas.

El 4 de agosto de 1936 varios periódicos se hacen eco también de la evacuación que se está llevando a cabo de los enfermos debido al recrudecimiento de los bombardeos y batallas en el frente de Guadarrama.  De ahí que mi abuelo, que estuvo allí solo unos días antes, dejara constancia de que parte de los enfermos habían sido llevados a Madrid y quedaban solo allí un reducido grupo. El resto, estaba ocupado por personal sanitario de la Cruz Roja y servía de apoyo a la actividad bélica en aquel frente, que era intensa. 

El nuevo hospital es posterior a la guerra y no se llegó a utilizar porque afortunadamente se descubrió una cura para la tuberculosis. Y así quedó a medio construir, siendo pasto de buscadores de sucesos paranormales. Incluso parece que en este lugar se rodó una película de terror, School Killer, y debe ser por eso que si escudriñas cualquier foto que hagas puedes encontrar algo inquietante, como diría Iker Jiménez.


Entrevista de presentación de la novela "La Casilla de Guadarrama"

La semana pasada tuve el privilegio de estar ante los micrófonos de Radio Voz, en el programa Voces de Galicia, con el periodista Isidoro Valerio. Más que una entrevista fue una charla de café, tranquila y sosegada, donde tuve la oportunidad de ir comentando las partes más emocionantes de la investigación que hizo nacer la novela. Si te apetece escucharla puedes hacerlo en este enlace.

Publicado en el Podcast Voces de Galicia (Con Isidoro Valerio), en Mundo y sociedad
En esta tercera hora abrimos nuestros teléfonos a los oyentes para dar la posibilidad de contrastar la opinión de nuestros colaboradores y ayudarnos a dibujar el estado de opinión ciudadana en torno a la actualidad de cada día.
Pero además, hablamos con la periodista y escritora Carmen Delia Díaz, que acaba de publicar su primera novela, La casilla de Guadarrama, cuyo punto de partida son unos textos escritos por el abuelo de la autora, en torno al cual se construye una historia que arranca en Ribadeo y nos acerca a la cara real de como dos jóvenes de Ribadeo viven el preciso momento en el que estalla la guerra civil española.

En la Comarca del Eo, semanario ribadense

Publicada una nueva novela ambientada en parte en Ribadeo

Una historia familiar a partir de unas viejas memorias escritas a máquina es un buen punto de partida para una novela en la que los misterios, los hallazgos y la intriga son el ingrediente principal. Así nace La Casilla de Guadarrama, de la fascinación  por acontecimientos históricos vividos en el contexto de la guerra civil española. Ribadeo, localidad natal de uno de los personajes centrales de la historia, está muy presente en este texto que acaba de salir a la venta.

Cuando tenía solo quince años, la autora escuchó narrar la guerra civil a su abuelo, que la había vivido en primera persona, en el frente, en los alrededores de Madrid. Después, la familia fue depositaria de unas memorias que César Díaz Echevarría tuvo la visión de dejar por escrito con todo detalle. No solo su historia sino la de su hermano Manolo, en los años anteriores al estallido de la contienda. Dos jóvenes de Ribadeo que se habían ido a la capital a buscarse un porvenir, y los posteriores sucesos con que culminan sus vidas. La novela toma estos acontecimientos como punto de partida, y los transcribe con asombro, “porque la guerra civil todos la hemos estudiado, pero lo que se puede leer en esas memorias no está escrito en ningún libro”, comenta la autora.

La casilla
Tras leer las memorias y la novela de Manuel Díaz Aledo, que recoge la historia completa de César Díaz Echevarría bajo el pseudónimo de Carlos, la autora comenzó una investigación que le llevó a dar con el lugar concreto donde transcurren aquellos terribles sucesos. En la curva de Tablada, antes de llegar al Alto del León, había una caseta de camineros donde se montó, en los primeros días de la guerra civil, un puesto de socorro.

“Tras recorrer una y otra vez la zona con el Street View, descubrí con asombro una caseta que respondía perfectamente a la descripción. ¿Es posible que lleve en pie cien años?”, se pregunta la autora. “Estuve allí, pude tocarla y ver lo que parecían agujeros de bala, entendí el fuego cruzado en el que estaba aquel puesto, a tiro de ambos bandos, exactamente como lo contaba mi abuelo”, así describe Carmen Delia Díaz su encuentro con aquel monumento histórico que yace abandonado en el arcén de la carretera nacional VI.
La novela está a la venta desde el 5 de junio a través del blog que lleva el nombre de la novela, donde además se pueden leer contenidos adicionales e intercambiar impresiones. También se ha creado una página en Facebook para pedir un centro de interpretación de la guerra civil en aquella vieja caseta.

Entrevista publicada en A Mariña (El Progreso)


EMERGENTES

Delia Díaz
Autora de "La casilla de Guadarrama", una novela ambientada en parte en Ribadeo.

"Los misterios, los hallazgos y la intriga son ingredientes principales"

Texto I.G.
Foto I.G.

¿Cómo arranca su novela?
Es una historia familiar a partir de unas viejas memorias escritas a máquina. Es un buen punto de partida para una novela en la que los misterios, los hallazgos y la intriga son el ingrediente principal.

Todo ello mezclado también con otros elementos y gran presencia de la historia
"La Casilla de Guadarrama" nace de la fascinación por acontecimientos históricos vividos en el contexto de la Guerra Civil española. Ribadeo es la localidad natal de uno de los personajes centrales de la historia y está muy presente en este texto que acaba de salir a la venta.

Su trabajo para la novela comenzó a raíz de precisamente de una obra de su padre.
Fue tras leer ese texto que recoge la historia completa de César Díaz Echevarría bajo el pseudónimo de Carlos, que comencé una investigación que me llevó a dar con el lugar concreto donde transcurren estos terribles sucesos. La novela está a la venta a través del blog que lleva su nombre, donde además se pueden intercambiar impresiones. 

domingo, 21 de junio de 2015

Primer Capítulo de la novela de intriga "La Casilla de Guadarrama"

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La casilla de Guadarrama

No recuerdo si escuché primero el sonido del teléfono o el trueno que siguió al rayo. Las tormentas en Madrid siempre te pillan por sorpresa. Aunque estés a cubierto. Las malas noticias tienen la capacidad de recorrerte por dentro desde la cabeza hasta los pies, taladrándote el estómago. Pude oír la voz de mi padre, la abuela había fallecido. Con las primeras gotas de la tormenta una sombra negra recorrió de extremo a extremo el comedor de casa, pasando por la pared, los cuadros, la librería y desapareciendo a lo lejos por la ventana. En ese preciso instante, me pareció también oler esa mezcla de colonia Álvarez Gómez y laca de pelo, que me resulta tan familiar y que conservo desde niña. Lo que no sabía en ese momento era lo que iba a suceder en los próximos días.
***
Hacía un día de calor y brisa suave en Alicante. La recién renombrada Explanada de España se mostraba repleta de gente que buscaba la sombra de las palmeras. Aquel joven soldado gallego llamado César no se lo pensó dos veces. Iba junto a su amigo, cuando un obrero con una enorme escalera bloqueó el paso a dos guapas alicantinas, aprovechó la ocasión para entablar una conversación con ellas, y entre chiste y broma las invitó a un helado. Con dieciocho años una mujer de postguerra sabía bastante más de la vida que con unas cuantas décadas de hoy en día. Al margen de estereotipos, dejarse robar el corazón en una mañana de domingo por un auténtico desconocido solo formaba parte del juego al que jugamos los adultos con verdadera veneración. Enamorarse es eso, o no, y muchas otras cosas.
***
Las lágrimas brotan poco a poco cuando la vida viene a imponer su ley más antigua. Coger el bolso, meter un par de cosas en cualquier maleta y echarse a la carretera es parte del ritual de quienes nunca están donde tienen que estar. Madrid es eterno siempre en lo que a tráfico se refiere, pero aquel día me pareció especialmente infernal. Lo mismo que debas hacer tú lo habrán decidido cientos de miles de madrileños, sea lo que sea, y cuando vienes de una ciudad pequeña eso tarda un tiempo en asentarse en tu visión del mundo.
La A6 es como un bálsamo. Cuando logras alcanzar Villacastín comienzas a sentirte fuera de peligro. Después, la sequedad y simetría de las tierras castellanas –hace muchos años que entendí a Azorín– va curando muy lentamente las heridas. Los campos infinitos trabajan la paciencia, y los lejanos pueblos con su campanario y sus cigüeñas te teletransportan a una realidad en la que todo permanece siempre estable. Difícil parece estresarse en Castilla, donde el dolor se seca al aire de la meseta y los árboles parecen trazados con tiralíneas. Pedir un café en un bar castellano es para un gallego un ejercicio de valentía, cuando comprendes que no están enfadados contigo sino que son así, estás ya en un terreno mucho más cómodo.
De niña me impresionó el color rojo de la tierra de León. Poco después me enamoré de los versos de Antonio Colinas y cuando pude ver Pentavonium de cerca comprendí que los castellanos tienen pocos árboles, montañas o ríos que versar y se conforman con la belleza de cuatro cantos rodados. Pero Castilla cura, de eso no tengo ninguna duda. Quizá por eso decidí salir de la autovía en Villafranca, aparcar, y recorrer de una carrera los escasos metros que van desde el parque hasta el primer bar que encontré en el que pude tomar algo caliente. Siguiendo un cartel y una flecha encontré el mejor caldo que he probado en mi vida, en uno de esos lugares donde te pones colorado del contraste térmico entre la temperatura exterior y el calor de una estufa de leña. Apenas terminé el caldo, seguí mi camino.

La carretera a Ribadeo por Meira siempre me ha resultado fascinante. Empieza llana discurriendo entre las casas, como todas las carreteras en Galicia, y se va internando en un cañón de exclusiva naturaleza. Meira parece un pueblo en el que el tiempo se hubiera detenido para siempre, con su plaza y la iglesia, y esos supermercados pequeños pero que sorprendentemente tienen de todo. La lluvia caía intensamente cuando llegué a A Pontenova, y apenas se veían las chimeneas de la antigua fundición. Cuántas veces habré recorrido ese camino, por las antiguas vías férreas, hasta Abres. Un entorno increíblemente bello que ahora estaba gris y plomizo.
***
La mañana era clara y luminosa siempre en los veranos de mi niñez, en la casa familiar de Ribadeo. Sus cinco habitaciones rezumaban actividad cuando todos nos poníamos en marcha cada mañana, a comprar, a pasear, a la playa, o a navegar en el viejo bote de mi abuelo. Precisamente debía arreglarse él para esta faena cuando al otro lado de la puerta, mientras se afeitaba, se le oía cantar con su característica voz “La bella Lola”. Al poco salía, oliendo a esa mezcla de anís y lavanda que preparaba él mismo. Y mientras se tomaba el café seguía cantándole su canción a mi abuela mientras ella movía la cabeza como diciendo “Este hombre…”. Al abuelo le encantaba cantar y a la abuela le entusiasmaba ver aquella vieja casa repleta de nietos.
***
Fue providencial ver la última curva de la carretera, sobre la Villavieja, porque las lágrimas ya no me dejaban conducir. Al fin llegué al pueblo donde en todos los entierros llueve a dolor. Mi padre solía decir que allí “os vellos morren todos no inverno”, mi abuela se reía pero a ella, una apasionada del verano, las flores y la luz –como buena valenciana– también tenía que pasarle así.
-       Menos mal que has llegado, con la que está cayendo.
Apenas pude ponerme a saludar fui recorriendo con la mirada a esos heterogéneos grupos familiares donde uno hace de tripas corazón, otra apaga su dolor entre los fogones o preparando camas, otros desaparecen… Yo siempre he sido de las que me arrimo al calor familiar, que es muy reconfortante.
Enseguida sobrevino la noche y la casa se apagó, para respetar el descanso del entierro la mañana siguiente. Soy bastante noctámbula así que busqué aquel viejo álbum de fotografías de tapas blancas, amarilleadas por el paso del tiempo. Los bisabuelos siempre tienen esa mezcla de cara de susto y ojos bondadosos en las fotos antiguas. Desde luego que debe asustar casarte a los 18 y con lo puesto, y que empiecen a venir niños y que además vivas en un ambiente de preguerra.
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Era otoño en el camino de O Xardín. Una alfombra de hojas cubría el sendero hasta el pueblo. Manolo y César corrían saltando los charcos con sus zuecas de madera. Las horas del día no llegaban cuando con doce y catorce años tenías que salir a ganarte unas monedas para llevar a casa. César se dirigía a la botica en la que ayudaba y aprendía a preparar ungüentos, repartía las medicaciones que le indicaba el farmacéutico y hacía recados. Manolo a la imprenta donde se tiraba un pequeño periódico local que él debía repartir puerta por puerta. Llegaban tarde de nuevo pero, como por costumbre, se detuvieron ante aquel caserón indiano de contraventanas color azul clarito.
-          Qué haces Manolo, te va a reñir don Evaristo, sabes que no le gusta que el reparto se retrase, le vas a fastidiar la partida de dominó como siempre.
-          Cesarín, ven aquí conmigo.
-          Sí hombre, poco te conozco yo.
-          Ven –le pasó la mano por los hombros– ¿ves esa casa?
-          ¿La de los Queiruga? Claro, la tengo delante…
-          Pues algún día, será mía. Y te invitaré a comer un buen cocido en el comedor del jardín.
César miró a su hermano mayor con una mezcla de orgullo y benevolencia. Tenía la cabeza llena de pájaros. Le metió un buen empujón e iniciaron una carrera separándose al llegar a la altura de la capilla de San Roque.
***
Pasé las páginas de aquel álbum con media sonrisa esbozada. Mi abuela parecía Ava Gardner sobre la proa de la lancha con esa pañoleta de lunares cubriéndole la cabeza. Me sobresalté cuando el reloj de cuco de la pared del salón dio las cuatro. Miré hacia la puerta y volví a ver la sombra. Pasó lentamente desde la pared a mi lado y desapareció escaleras arriba. Contuve la respiración y miré hacia el armario abierto. Me levanté, lo cerré, y volví a tomar el álbum. De pequeña me asustaban los armarios abiertos, así que decidí dejarlo abierto cada noche para acostumbrarme. Pero con los años volví a cerrarlo por cuestiones de orden.
Cuando volví la vista a las viejas fotografías me fijé en una foto del abuelo de pequeño. Estaba con sus hermanos Manolo y Quica, tres años menor que él. Posaban un día de fiesta, pues iban vestidos de “domingo” ante una casona indiana, de esas que abundan tanto en la Mariña Lucense y que personalmente siempre me han fascinado. La casa era de tres plantas y tenía un pequeño mirador arriba, como saliendo del tejado, rematado en pico. Sus paredes eran blancas y tenía unas contras de color azul clarito. Las puertas estaban abiertas y en ese momento salían varios niños de la casa, con un aro y una muñeca. “Vaya contraste”, pensé.
-          ¿Dónde encontraste esa foto?
Escuché a mi lado la voz de mi padre que se había levantado a por un vaso de agua y de nuevo me sobresalté.
-          Qué susto, papá. Estaba aquí en el álbum familiar del abuelo.
-          No recuerdo haberla visto nunca. ¿Seguro que estaba aquí?
-          Sí, claro. ¿Dónde sino? Y además está bien pegada…
-          Alguno de tus hermanos debe haber estado revolviendo por aquí.
-          Es la casa de la entrada del pueblo, ¿no?
-          Sí, la de los Queiruga. Ahora está abandonada pero mira, en la foto, qué bonita estaba.
-          Me encanta el mirador. Y me encantaría verla por dentro.
-          De niño entré varias veces. En mi clase estudiaba un sobrino de ellos que estuvo viviendo aquí, sus padres tenían una casa en la montaña, y habían estado muchos años en América con el resto de la familia. Hicieron fortuna allí.
-          Deben de tener unos desvanes increíbles –no sé si lo pensé o llegué a decirlo en alto…
Siempre me fascinaron las casas antiguas, con grandes trasteros, donde seguramente se podrían encontrar tesoros sorprendentes. Supongo que son las consecuencias de haber crecido devorando libros de Enid Blyton, especialmente la saga de los Cinco, o la colección entera de Los Hollister, de Andrew E. Svenson. En Galicia abundan las casas abandonadas en zonas rurales, supongo que sus herederos tienden a despreciar todo lo que hay allí. Siempre me entra sensación de desasosiego al ver objetos cotidianos que seguramente alguien guardó como un tesoro tirados entre los escombros. Fotos, papeles, pedazos de la historia familiar que acaban en un contenedor de basura porque, simplemente, en los reducidos metros cuadrados con que contamos en los pisos y apartamentos, es imposible conservarlo todo.
La mañana amaneció fría y gris. La humedad de Ribadeo hace que el viento te deje tiesa si no llevas un buen abrigo, así que me puse mi viejo plumífero de los viajes y salí hacia el pueblo. En casa había demasiado barullo. De camino a la calle San Roque me detuve casi sin pensarlo frente a la casona de los Queiruga. Las oxidadas puertas del jardín estaban abiertas de par en par y había huellas de coche sobre la hierba. Sin embargo la casa estaba cerrada a cal y canto, y uno de los laterales completamente lleno de hiedra. En el jardín, el viejo cenador de forja aún estaba en pie. Curioso después de tantos inviernos de temporal y lluvia. “Estos indianos son la leche” pensé “como si aquí en Ribadeo fuera posible cenar a la luz de las velas sin quedarte helado, incluso en el mes de agosto”. Casi estaba retomando el paso cuando me fijé en una ventana del piso superior y me pareció ver a alguien, al momento, la cortina se movió y la figura –si es que llegué a verla– desapareció.
Seguí caminando entre los charcos y observé cómo el pueblo aparecía desierto a esas horas de la mañana. A las primeras personas me las crucé a la altura de las cuatro calles, tampoco demasiadas, y al doblar hacia la iglesia y llegar a la puerta de la cafetería Linares ya se notaba más bullicio. Como de costumbre, el local estaba lleno aunque fuera reinaba el más completo de los silencios. Pedí un cartucho de churros y un envase portátil con chocolate. Pagué y me fui con aquel “tesoro” calentándome las manos. No es que estuviéramos para celebrar nada pero cuando tienes un disgusto a veces hay que rehacerse al calor familiar, y qué mejor que un desayuno energético para dar el último adiós a la mejor abuelita del mundo. 




1.       EL HALLAZGO
Eran las cinco de la tarde cuando –siguiendo la tradición– llovía con furia sobre el pequeño grupo de familiares y amigos que acompañábamos a mi abuela caminando, como se hace en los pueblos, desde la iglesia parroquial hasta el cementerio. Recordé que también llovía a cántaros en los cuatro o cinco últimos entierros. La vida sigue doliendo mientras los buenos se van y nos quedamos los mediocres, o a los que aún nos queda un rato que aprender. Esas palabras y esas oraciones que reza el sacerdote sobre el cadáver se te graban a fuego y te torturan con mil recuerdos maravillosos, cuando te toca de cerca. Y aquí nos tocaba a todos a dolor.
El resto del día fue triste y con esa sensación de no saber qué hacer porque nada te parece suficientemente importante como para quebrar ese duelo. La familia se fue dispersando dejando esa sensación agridulce, a algunos nunca los ves y siempre que lo haces es para enterrar a alguien y por lo general con poco tiempo. Así que por una de esas casualidades de la vida y por ser demasiado tarde para volver a Madrid me quedé en la casa de mis sueños, aquella que había colmado mi infancia de felicidad, yo sola.
Así se hubieron marchado los últimos, me dediqué a vagar por la casa buscando una ocupación indefinida. Saqué unas sábanas, estornudé un rato largo debido a mi dichosa alergia a los ácaros, me tomé un antihistamínico y puse la tele. Tanto silencio me estaba pesando, y a cada momento me parecía oír la voz de la abuela o a mi abuelo cantándole cada vez que ella andaba cerca. Ya no lo sé. Siempre he pensado que cuando mueres te vas a algún recóndito lugar con tus seres queridos, y los abuelitos llevaban casi veinte años separados pues mi abuelo había fallecido repentinamente en el año 93.
Rebuscando entre las cosas de la abuela encontré una cajita con una llave. La probé en todas las cerraduras que se me fueron ocurriendo, armarios, muebles, hasta una vieja caja de música, pero no hubo suerte. Me la metí en un bolsillo y bajé al comedor. Volví a estremecerme cuando el reloj dio las nueve así que me subí a una silla y paré el péndulo del dichoso reloj. Ya solo me faltaba estar toda la noche escuchándolo dar las campanadas cada hora.
De repente me di cuenta de que no había absolutamente nada que cenar en casa, así que busqué desesperadamente el teléfono del Pizzbur, empezaba a tener bastantes ganas de una de sus famosas pizzas de huevos rotos, si no las habéis probado os las recomiendo. Al fin encontré un folleto guardado en el cajón de las guías telefónicas, algo que ya no se usa pero que mi abuela guardaba cada año con particular devoción.
Junto al teléfono encontré otra cajita de madera en la que probé la llave, pero nada.
Empezaba a hacer bastante frío, mi padre había dejado “desconectadísimas” todas las estufas de la casa en su particular ronda de despedida. Suele hacerlo, quede alguien en casa o no, o por si acaso. Así que busqué la vieja estufa de butano, esa que da una llamarada de infarto al encenderse y puede quemarte las cejas si no te apartas como un metro. No arrancaba así que moví la bombona como le había visto hacer a mi madre, con una falta de respeto absoluto por el gas butano, cosa que nos había causado ya algún pequeño susto familiar. No pesaba mucho así que salí al patio jurando en arameo y busqué desesperadamente otra bombona, mientras lo hacía, la voz de mi abuela sonaba en mi cerebro alta y clara “Nenes, cuando se acaba una bombona hay que pedir otra…” Y tanto, en la casa de tócame Roque no había otra bombona llena sino un par de ellas vacías. En mi desesperada búsqueda por el chabolo me topé con el viejo baúl del abuelo.
Mi abuelo era militar y como familia de militares la infancia de mi padre y mi tía había transcurrido de pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad. En aquellos tiempos no se habían inventado las maletas normales y corrientes y viajaban cargados con pesadísimos baúles. Eso o algo así pensaba yo de niña cuando veía en cada esquina de la casa un enorme baúl de madera que ya de por sí pesaba un quintal. Las mudanzas debían de ser la pera en la España de los 50 y 60. De repente recordé la llave y en ese momento oí el timbre de la puerta sonar con furia. Quizá desde allí no lo había oído así que salí corriendo hacia la entrada.
-          Un momento –grité.
Al parecer mi padre también había cerrado con todos los pestillos posibles la puerta así que corrí por mi bolso y después de sacar cuatro juegos de llaves salió el último, el de la casa de la abuela. Cuando conseguí abrir la cara del repartidor de la pizzería ya era no era tan amigable, así que le sonreí para contrarrestar y le dije que se quedara con el cambio. No suelo hacerlo, pero en la mayoría de las novelas y películas lo hacen, así que me animé.
Mmmm, aquello olía de maravilla así que corté un trozo y volví al trastero a examinar aquel baúl. Pensaba que sólo contenía el traje militar del abuelo, y algunos recuerdos, no creía que la abuela pudiera guardar la llave con tanto empeño. El baúl estaba claramente abierto y la llave no encajaba así que mi gozo en un pozo. Empecé a revolver, y a estornudar. Corrí a por mi inseparable paquete de clínex y volví con una bufanda atada a la nariz y la boca, el único modo posible para una alérgica como yo de rebuscar entre cosas llenas de polvo.
Efectivamente el uniforme militar del abuelo, el sable, las botas y algunas medallas viejas, ganadas posiblemente con gran tesón, estaban por allí. Oí sonar el móvil y corrí de nuevo hacia la cocina.
-          Hola papá. ¿ya habéis llegado?
-          Hace un rato, había niebla en Mondoñedo y tuvimos que abandonar la autovía para ir por la nacional. Mañana cuando salgas ten cuidado. Ya sabes dónde tienes que desviarte, ¿no?
Antes de que volviera a explicarme con precisión la ruta que debía seguir le recordé que pensaba ir por Meira, más directa y más tranquila.
-          Ah bueno, es verdad, que tú siempre vas por el otro lado. ¿Te has comprado algo para cenar?
-          Sí, he pedido una pizza. Por aquí no había nada que echarse a la boca.
-          Bueno, por la noche cierra bien todas las puertas…
-          Sí papá. No te preocupes. Oye sabes que la abuela tenía una llave en el cajón de la mesilla y no encuentro de qué es.
-          Sabe Dios. Ya sabes que le encantaba guardarlo todo y luego se fueron tirando cosas…
-          Estaba mirando en el baúl del abuelo, pero también estaba abierto.
-          Ahí no hay más que polvo. Te vas a poner fatal de la alergia…
-          Ya.
-          Bueno, pues mañana hablamos.
-          Sí, os llamo al llegar a Madrid.
-          Venga, chao.
Mi padre tenía una técnica muy depurada para acabar siempre las conversaciones abruptamente, así que no intenté indagar más sobre el tema del baúl.
Cogí otro trozo de pizza y volví al chabolo, había empezado a llover. Al levantar la segunda capa de cosas encontré una caja metálica bastante grande. La levanté y miré la cerradura. La llave encajaba así que volví a la cocina. Al poco de entrar se oyó un trueno y, como también era habitual en el pueblo, la luz tembló. Temí quedarme a oscuras así que busqué una vela. Revolví todos los cajones del comedor, luego los del salón y nada. Al final eché mano a un quinqué decorativo, con una especie de vela aromática y cogí las cerillas de la cocina. Abrí la caja, después de pelear un rato con la cerradura, y me sorprendió ver dentro un montón de folios escritos a máquina, la inconfundible Olivetti de mi abuelo. Como tenía tan mal pulso, se había habituado a escribir todo con aquella máquina que llevaba de aquí para allá entre sus pertenencias. Los saqué. Estaban unidos por unas grapas y algunos se veían bastante deteriorados por la humedad.
Tuve el impulso de volver a llamar a mi padre para hacer alguna pregunta sobre el asunto, pero algo dentro de mí me hizo decidirme por empezar directamente a curiosear. Luego ya preguntaría.
Volvió a sonar el móvil. “Mamá”. Posiblemente a mi madre le faltaba información tras la llamada de mi padre o bien había quedado alguna cuestión sin matizar como “tómate algo caliente” o “abrígate bien por la noche”. Las madres no pueden escapar de la idea de que son madres al fin y al cabo.
-          Hola mami.
-          ¿Qué tal te has quedado ahí tu solita?
-          Bien, no te preocupes.
-          ¿Tenías algo para cenar?
-          No pero ya me pedí algo por teléfono, y mañana desayunaré en algún lado y ya salgo.
-          Bueno, ¿estás bien?
-          Sí mami. Te dejo que me quiero acostar pronto.
Era el único modo del colgarle el teléfono a una madre y me picaba la curiosidad con los dichosos folios escritos.
Cogí otro trozo de pizza y una servilleta para no manchar todo aquello. Había logrado encontrar una coca-cola sin caducar así que también tuve cuidado con el vaso, suelo llevar la fama de patosa y con razón. Comencé a leer…
Madrid
Debido a mi trabajo desde la juventud como mancebo en una farmacia del pueblo, cuando llegué para realizar mi servicio militar en Madrid fui asignado inmediatamente al cuerpo de Sanidad. Sabía poner inyecciones, hacer píldoras y pomadas y reconocer algunos preparados por el olor, lo cual en el ejército te capacitaba automáticamente para curar enfermos o ayudar a hacerlo.
Madrid era un hervidero social y político en aquellos años previos a la guerra por lo que seguía los consejos de mi hermano Manolo y trataba de que el día transcurriera sin meterme en líos.
Vivía en el cuartel de los Docks, entre las calles Pacífico y Comercio, y hacia la tarde, en el rato que tenía libre solía acercarme a la imprenta donde trabajaba Manolo a echarle una mano con el trabajo.
Comencé a leer con voracidad aquellas páginas amarillentas y de repente pasaban ante mis ojos escenas en blanco y negro, de dos hermanos jovencísimos sacándose las castañas del fuego en el polvorín que era aquella capital en los años 1934, 35 y 36. En aquella época donde no había paraguas familiar, y de padres labradores debían salir hijos hechos y derechos que frecuentemente dejaban el pueblo natal buscando un futuro. Así lo había hecho Manolo, el hermano del abuelo. Me estremecí al mirar para la pared del comedor y ver su viejo retrato, que mi abuelo había querido tener siempre allí y mi abuela había respetado en todas sus reorganizaciones domésticas. Poco más allá, sobre un viejo aparador, las fotos de todos los nietos, bodas, bautizos y comuniones y la pequeña foto de boda de mis abuelos. Dos jovencísimos audaces mirándose con pasión, que se casaron con lo puesto en un día de verano de la triste postguerra española.