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martes, 15 de marzo de 2016

Aquellos viejos baúles

Seguro que en algún rincón de la casa de los abuelos, o en lugares de ambientación histórica habéis visto cómo eran los viejos baúles y maletas. A mí siempre me han llamado muchísimo la atención. De pequeña pensaba que se podrían encontrar allí viejos tesoros, porque además nunca te dejaban revolver en ellos. Crecí intrigada por lo que esconderían pero lo cierto es que hasta que pude bucear un poco en ellos, buscando la historia de mis antepasados, no valoré bien su importancia.

Los de la foto puedes verlos en Berlín, en una recreación de una vieja fábrica de maletas expuesta en el Museo de la Tecnología. Ahora que viajamos con bolsas de tela o maletas de ruedas nada queda en su interior, pero antiguamente la gente se mudaba de casa con aquellos pesados baúles llenos con sus pertenencias, y luego quedaban allí, en algún rincón de la casa familiar al alcance de curiosos y extraños.

En La Casilla de Guadarrama hablamos de estos viejos baúles y lo que puedes encontrar en ellos, como la propia historia que relata la novela. Allí quedaron las memorias escritas de mi abuelo sobre sus vivencias en los primeros días de la guerra. Y allí quedó su viejo uniforme militar y sus medallas, tristemente ganadas, tras arriesgar su vida y dejarse la salud por el camino. Aquellas memorias conducían a Guadarrama y también formaron parte del elenco de batallas que escuchamos a la generación que vivió la guerra, cuyo murmullo casi está ya apagado.

Si quieres más información sobre la novela, las bibliotecas en las que puedes consultarla o los puntos de venta pincha aquí.

lunes, 14 de diciembre de 2015

La guerra civil que me contó mi abuelo

La vida es un conjunto de experiencias. Lo que lees en los libros, lo que aprendes en el colegio, lo que escuchas en casa, lo que vives en el trabajo... Alguna la guardas entre algodones, en esa caja mágica a donde va todo lo que nunca queremos olvidar. 

Cuando estudié por primera vez la guerra civil, creo que fue aún en EGB, me acerqué al abuelo y le pedí que me contará la guerra. La contaba a todas horas, pero aquella fue la primera vez que quise escucharla en detalle. Él miró mi libro de texto, y después de maldecir un rato me dijo que quienes lo habían escrito no habían vivido la guerra. Y tenía razón, ¿quién podría rebatirlo? Así que empezó por el principio, pero nos llevó toda la tarde y a los pocos días se tuvo que marchar, y la cosa quedó para el invierno siguiente. 

El abuelo, a la sombra de un árbol, y yo
Aprobé mi examen y el curso. Pero ese invierno mi abuelo se murió. Así que para cuando tuve que examinarme de nuevo de historia de España, en 3º de BUP, me vi de nuevo frente a aquellas fechas y acontecimientos, ordenados de forma fría en cuadros y esquemas, y escritos por personas que no habían vivido la guerra. 

Un día rebuscando en un armario me topé con aquellas memorias. Folios y folios a máquina, algunos a punto de borrarse, metidos en una carpeta de gomas azul oscuro. Los empecé a leer pero se me caían de las manos. Quizá no era mi momento. Pasados otros cuantos años, mi padre ordenó todas aquellas notas en la novela Malditas Guerras. La leí de un tirón. Después pasé a las viejas memorias de nuevo, por si quedaba algún detalle, alguna anotación al margen, que se hubiera quedado pendiente. El abuelo ya no estaba. Nos había dejado una casa llena de recuerdos, de fotos, de su viejo uniforme y sus medallas. De libros sobre la guerra civil con anotaciones de su puño y letra. 

Él nunca entendió la guerra que le tocó vivir. Yo tampoco la entiendo, aún después de leerla en los libros de historia y empaparme de sus experiencias escritas a máquina. Nadie ganó ni perdió. Todos perdieron, pues todas las familias tienen una historia dolorosa. Pero lo realmente triste es que se haya apagado la voz de la generación que nos la podía contar en primera persona. Y es que los libros de historia no cuentan la guerra que vivió la gente, sino una serie de hechos por orden cronológico, y no es lo mismo.

Necesité escribir esta novela para entender todo aquello. Para contarlo a quienes tienen abuelos que ya no vivieron la guerra, y para cualquiera que quiera escuchar una historia inspirada en la triste y apasionante guerra civil española. 

Si quieres un ejemplar de esta novela puedes consultar aquí los puntos y modalidades de venta.

viernes, 25 de septiembre de 2015

La tuberculosis y los sanatorios de principios de siglo

Un tema espeluznante para quienes hayan tenido la suerte de escuchar testimonios de familiares o personas de principios del siglo XX es sin duda el de la tuberculosis. Una enfermedad hoy superada y cómo podía truncar vidas con tanta facilidad en el año 1900. Mi abuelo relata en sus memorias cómo uno, dos y hasta tres hermanos fallecieron a causa de esta enfermedad, además de otros vecinos y amigos. La mayoría la contraían por cariño o solidaridad, por hacerse cargo de quienes padecían este mal y no tomar medidas para evitar el contagio, o no saber hacerlo. 

Sanatorio abandonado en Cesuras (A Coruña)
Se calcula que España tenía doscientos muertos por cada cien mil habitantes a causa de la tuberculosis, por eso en 1903 se creó la Asociación Antituberculosa Española (AAE) que además propició la aparición de comités bajo el mandato de Alfonso XIII, en el que se
construyó el primer hospital de enfermedades infecto-contagiosas, el hospital del Rey, en Madrid.

Las zonas montañosas de toda España albergaban unas condiciones óptimas para la curación de estos enfermos. Tranquilidad, aire puro, temperaturas suaves y buenos cuidados. Eso vendían los sanatorios de los años 20 y 30 en una especie de auge que como todo apagó la guerra civil. Guadarrama albergó muchos de ellos, para dar servicio a la enorme población de Madrid que ya por entonces superaba los 800.000 habitantes. Pero estos sanatorios también tienen su leyenda negra, cuando los enfermos desahuciados sufrían el abandono y la dureza de la enfermedad en su propia piel. 

Si quieres comprar la novela "La Casilla de Guadarrama", que inspira este blog puedes consultar aquí los puntos y modalidades de venta.
 

jueves, 3 de septiembre de 2015

¿Nos mudamos a un libro?

Alberto, Silvia, Lourdes, Lucía, Ana, Pepa, Víctor, Enrique, Inma, Marta o María. Son solo algunos nombres de los muchos lectores que en los últimos meses me han ido haciendo llegar sus comentarios. La mejor noticia es que se han leído la novela de un tirón, en uno, dos o pocos días. Como lectora creo que la mejor virtud que puede tener un libro es engancharte hasta el punto de no poder soltarlo hasta el final.

El lector completa la obra. Las historias solo cobran vida cuando alguien las hace suyas, cuando abrimos las páginas de un libro y dedicamos unas cuantas horas de nuestra vida a evadirnos de nuestro mundo real y nos embarcamos en una historia que nos hace soñar. Página a página, cada uno creamos un mundo único de interpretación para cada obra, y vivimos cada escena de la historia en función de nuestras vivencias y emociones. 

La historia de "La Casilla de Guadarrama" rondaba mi cabeza y ahora es de todos los lectores. Si ha proporcionado dos días o una semana de emoción a cada uno de ellos ha sido un trabajo muy satisfactorio. 

Si aún no has leído la novela aquí tienes toda la información sobre ella. Te esperamos!




domingo, 30 de agosto de 2015

Pasando de largo por la vida


Desde que encontré aquellas viejas memorias en el fondo de un baúl no he parado de pensar en Luisa. Una mujer de principios de siglo, que pasó de la niñez a la madurez de un salto como hacían nuestras abuelas. Vivió el horror de la guerra en su entorno y también en su corazón, pues vio enfermar a su novio de tuberculosis, y aún así no se apartó de su lado. 

Hoy he soñado con Luisa. Alguna voz dentro de mí me desvelaba su año de fallecimiento. ¿Será verdad o locura? Después de buscar su rastro en las cajas de fotografías familiares, de tratar de hallarla con solo un nombre propio y una escasísima referencia en los papeles que dejó mi abuelo. De buscarla por todos los puestos del Mercado de Antón Martín, donde su padre tuvo un negocio. De perseguir su fantasma por el viejo barrio de las letras. De buscar sus ojos en algún descendiente por la Plaza de Jesús, la iglesia de Medinaceli o la calle Atocha.

Estoy convencida de que ella ya no estará, pero quizá algún día sus hijos o nietos lean esta novela y la reconozcan en sus páginas. Quizá decidan escribirme y contarme algún recuerdo. Quizá ella dejará también entre sus cosas alguna fotografía o alguna vieja carta. O quizá quede solo siempre en el recuerdo de quienes alguna vez supimos de su existencia, como tantas vidas, como tanta gente. Pasando de largo por la vida y borrando su propio rastro.

jueves, 27 de agosto de 2015

Una historia "real" de la Guerra en el Blog "Guerra en Madrid"

El verano nos ha traído grandes honores como muchos e importantes lectores y algunas menciones. Ésta nos hace especial ilusión, y es que el Blog Guerra en Madrid, incluye una reseña de "La Casilla de Guadarrama" dentro de las lecturas sobre la Guerra Civil Española.


El Blog recomienda diez libros sobre la guerra civil publicados en 2015, como son "La Batalla de las Ondas" (Daniel Arasa), "Voces en la trinchera" (James Matthews), "Los caprichos de la Suerte" (novela inédita de Pio Baroja), "El final de la Guerra" (Paul Preston), "Enfermeras de la Guerra" (Anna Ramió y Carme Torres), "El final de la Guerra Civil" (Fernando Rodríguez Miaja), "La persecución del Santo Cáliz en la Guerra Civil" (Francisco Ballester-Olmos), "La Guerra Civil como moda literaria" (David Becerra Mayor), "El General Invierno y la Batalla de Teruel" (Vicente Aupí). En segundo lugar de este repertorio se cita "La Casilla de Guadarrama".

Quizá las historias de la guerra aún siguen vivas en el recuerdo de tantas familias y de tantos escritores. La generación que vivió la guerra se nos apaga, pero nos quedan los libros.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Booktrailer de la novela "La Casilla de Guadarrama"

¿Os gustan las historias de intriga? A nosotros nos apasionan, por eso nos encanta esta novela, basada en hechos reales y ambientada en Guadarrama, Madrid, Ribadeo, Venecia, Oporto, Dublín y Zug.

La protagonista descubre unas viejas memorias escritas por su abuelo en los primeros días de la guerra civil española e inicia una investigación que le llevará a descubrir, capítulo tras capítulo, más de una veintena de cosas que no conocía y que son determinantes en su historia familiar.

Aquí tienes el booktrailer de la novela, sus claves en 30 segundos.


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jueves, 30 de julio de 2015

Novelas que dejan su rastro en Dublín

Dublín es una ciudad joven, llena de grandes oportunidades para estudiantes, pero también para quienes inician su trayectoria profesional. Además de la alegría, el aperturismo y la música, en este lugar se respira tradición. Visitar lugares como Dublín Castle o St. Patrick, tomar algo en el Temple Bar, o recorrer las tétricas galerías de Kilmainham Gaol, son un buen plan para cualquier escapada. 

Los protagonistas de nuestra novela se desplazan a Dublín siguiendo el rastro de un posible comprador para su viejo libro. Después de comer en el pub más antiguo de la ciudad, "The Brazen Head", y cerca del escalofriante cementerio de St. Michan, se acercan al escondido Powerscourt Townhouse. 

Lo que hablan allí o cómo transcurre el encuentro lo dejaremos para los fieles lectores de nuestra novela, pero lo cierto es que con todo esto descubrimos que Dublín es una ciudad eminentemente literaria, donde cada puente como Ha'penny Bridge, cada estatua como la de Molly Malone y cada parque como Merrion Square, merecen un montón de bellas palabras. 

La casilla de Guadarrama es una novela de intriga e investigación. Su trama arranca en Madrid, pero el rastreo de una rara edición del libro "Ribadeo Antiguo" les llevará por diferentes escenarios Europeos. Si te apetece seguir sus pasos y desentrañar con ellos viejos enigmas puedes comprar la novela aquí.


Novedades literarias: última estación Zug (Suiza)

En Zug puedes encontrar cualquier cosa, pero sobre todo tranquilidad. Está a orillas del lago que lleva su mismo nombre, con un precioso fondo de montañas y puede regalarte decenas de postales de casas con sus vigas de colores a la vista. Está cerca de Zurich y Lucerna, y al margen de ser conocida como paraíso fiscal o la ciudad sin paro era el perfecto capítulo de cierre para nuestra historia. 

Y es que esta pequeña ciudad tiene rincones increíbles. Sus habitantes pasean junto al lago al atardecer y ven ponerse el sol sobre las mismas aguas. Los restaurantes se afanan en atender a los pocos turistas que por allí se pueden ver, en casas que llevan en pie unos cuantos siglos. Sus fuentes, sus plazas, sus calles empedradas o el hotel Ochsen, un edificio del siglo XVI que realmente impresiona, son solo una pequeña parte de las experiencias que puedes vivir allí, como las vivieron nuestros protagonistas. 

"La casilla de Guadarrama" es una novela de intriga que arranca en la actualidad e investiga la trayectoria vital de un joven cabo sanitario en el Madrid de los años 30. Su paso por el frente de Guadarrama -en pleno arranque de la guerra- y sus escritos posteriores, llevan a la protagonista a una serie de hallazgos sorprendentes. 

Esta es precisamente la última estación de una intensa búsqueda que pasa también por Ribadeo, localidad natal de aquel militar, y varias ciudades europeas como Oporto, Dublín y Venecia. Pero la novela centra su último capítulo en Zug, donde se esconde algo que ha permanecido oculto durante demasiados años. Si aún no lo has descubierto y quieres comprar esta novela puedes hacerlo aquí.

domingo, 12 de julio de 2015

La casa de los Queiruga, en la ficción

En las páginas de "La Casilla de Guadarrama" aparece reflejada como la casa de los Queiruga. Estas cuatro paredes merecían una historia, aunque fuera de ficción y así lo reflejamos página a página dotando de varias dosis de misterio e intriga al asunto.

¿Quién la construyó? ¿Cuándo? ¿Quién ha vivido allí durante años? ¿Quién abre y cierra esa puerta cada día? La realidad la sabéis quienes vivís en la zona, yo me limité a incorporarla en la novela y, recientemente, y aprovechando el paso de una serie de indianos también "ficticios" por la zona, a retratarlos, con su amable colaboración. Formaban parte del grupo de los miles de ribadenses que participaron en esta espectacular edición del Ribadeo Indiano.

Las casas guardan historias, algunas de ellas son apasionantes y otras terribles. A nosotros nos gustan todas ellas, y a vosotros, ¿os gustan las historias?


Puedes comprar la novela "La Casilla de Guadarrama" por cualquiera de estas modalidades.

viernes, 10 de julio de 2015

Presentación de la novela en cincuenta segundos

La autora de la novela "La Casilla de Guadarrama" te presenta aquí la novela en 50 segundos. Cómo nace la historia, cómo está planteada y el por qué de su título.


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jueves, 2 de julio de 2015

La Sierra de Guadarrama en los primeros días de la guerra civil española


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A veces la vida o la muerte es cuestión de segundos y de puro azar, según dónde te encuentres y las circunstancias a las que te enfrentes. Así eran los tiempos de la guerra civil española. A raíz de las investigaciones para la novela "La Casilla de Guadarrama", comprobé por los papeles que dejó mi abuelo sobre los primeros días de la guerra en la sierra que era una zona verdaderamente peligrosa.

Según su relato, camiones y autobuses de milicianos subían cada mañana cantando himnos para posicionarse en los diferentes frentes y defender este estratégico punto de entrada a la capital. Los nacionales o sublevados habían tomado posiciones en el Alto del León y alrededores, con tropas venidas de diferentes puntos de Castilla o Galicia. La nacional VI tenía puntos negros bastante definidos en la salida del pueblo de Guadarrama, en la recta, y en el inicio del ascenso hacia Tablada. Precisamente en este último ametrallaron la camioneta en la que subía mi abuelo con otros dos compañeros que resultaron muertos. Él se salvó milagrosamente al volcar el vehículo y caer rondado hasta el arcén. Cuando se asomó, sus compañeros yacían muertos. 

Leyendo la hemeroteca de la época, me llamó la atención una entrevista del "Camarada Juan Sande", publicada en el diario "El Sol" del 23 de noviembre de 1937, el diario del Partido Comunista. Según cuenta este oficial de marina, el 20 de julio del 36 fue al frente de Guadarrama como enlace del gobierno. La entrevista recoge cómo en este tramo de carretera "estallaban los obuses y llovían las balas con auténtica furia fascista". El militar sigue narrando cómo entonces "una ráfaga de plomo alcanzó el auto en el que viajaba el coronel Puig", el coche volcó y permaneció tres horas tumbado frente al sanatorio Hispano Americano. En esta misma entrevista Sande relata cómo los republicanos tenían un "hospital de sangre" en la vieja caseta de camineros de la curva de Tablada. Precisamente, en la casilla de Guadarrama, que da título a la novela.

martes, 30 de junio de 2015

Publicada una novela sobre las memorias inéditas de un cabo sanitario en la guerra civil española

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Enlace a la fuente original: Anisalud

Martes, 30 de Junio de 2015
Bm Contenidos
La acción arranca en Ribadeo y se desarrolla por la sierra de Guadarrama, Oporto, Venecia, Dublín y Zug
Una historia familiar a partir de unas viejas memorias escritas a máquina es un buen punto de partida para una novela en la que los misterios, los hallazgos y la intriga son el ingrediente principal. Así nace La Casilla de Guadarrama, de la fascinación por acontecimientos históricos vividos en el contexto de la guerra civil española.




Cuando tenía solo quince años, la autora escuchó narrar la guerra civil a su abuelo, que la había vivido en primera persona, en el frente, en los alrededores de Madrid. Después, la familia fue depositaria de unas memorias que César Díaz Echevarría tuvo la visión de dejar por escrito con todo detalle. No solo su historia sino la de su hermano Manolo, en los años anteriores al estallido de la contienda. Dos jóvenes de Ribadeo que se habían ido a la capital a buscarse un porvenir, y los posteriores sucesos con que culminan sus vidas. La novela toma estos acontecimientos como punto de partida, y los transcribe con asombro, “porque la guerra civil todos la hemos estudiado, pero lo que se puede leer en esas memorias no está escrito en ningún libro”, comenta la autora.
La casilla
Tras leer las memorias, la autora comenzó una investigación que le llevó a dar con el lugar concreto donde transcurren aquellos terribles sucesos. En la curva de Tablada, antes de llegar al Alto del León, había una caseta de camineros donde se montó, en los primeros días de la guerra civil, un puesto de socorro. Hay varias referencias a ella en la prensa de la época, porque era una curva muy pronunciada y con muchos accidentes, y también en una entrevista del diario El Sol, año 37, donde se cita la casilla como “Hospital de sangre” en el frente.
“Tras recorrer una y otra vez la zona con el Street View, descubrí con asombro una caseta que respondía perfectamente a la descripción. ¿Es posible que lleve en pie cien años?”, se pregunta la autora. “Estuve allí, pude tocarla y ver lo que parecían agujeros de bala, entendí el fuego cruzado en el que estaba aquel puesto, a tiro de ambos bandos, exactamente como lo contaba mi abuelo”, así describe Carmen Delia Díaz, la autora, su encuentro con aquel monumento histórico que yace abandonado en el arcén de la carretera nacional VI.
La novela está a la venta desde el 5 de junio en librerías, en Amazon y en el blog, donde además se pueden leer contenidos adicionales e intercambiar impresiones. También se ha creado una página en Facebook para pedir un centro de interpretación de la guerra civil en aquella vieja caseta y un perfil en tuiter que va publicando novedades sobre la investigación, aún por concluir, y la historia.
Blog: http://casillaguadarrama.blogspot.com.es
Facebook/CasillaGuadarrama
Tuiter: @casiguadarrama

domingo, 28 de junio de 2015

El peor día de la guerra civil española

Así lo califica mi abuelo en las memorias que dejó escritas y así se recoge en las páginas de La Casilla de Guadarrama. El día 30 de julio nuestro narrador en segunda persona estaba destacado en la caseta de camineros de la curva de Tablada, las memorias relatan una jornada calificada como “el peor día de la guerra”, desde el punto de vista de alguien que estuvo los tres años de la guerra en diversos frentes de combate. Díaz Echevarría comenta cómo en los días anteriores habían pasado por allí unos 400 heridos y muertos. Más de cien en una sola jornada bajo un intenso tiroteo desde arriba, desde el bando fascista, mientras desde el muro de la carretera, un poco más abajo, respondía el bando contrario. En ese momento los heridos atendidos en el puesto ya eran de ambos bandos, entre un ambiente de confusión total.

César Díaz tenía 21 años cuando estalló la guerra, asaltaron el cuartel de los Docks donde estaba destinado. Tras enterarse de que las tropas habían sido licenciadas, en los primeros días de la guerra civil (17-18 de julio), comienza un periplo por toda la sierra madrileña en donde es destinado primero, en el antiguo sanatorio Hispanoamericano, después pasa por el Sanatorio de Tablada y posteriormente permanece varias semanas en la denominada “Casilla de la muerte” en un improvisado puesto de socorro. 

Este militar fue ascendido a Sargento según se recoge en el D.O. del Ministerio de la Guerra del 22 de octubre del 36, por su participación en la colocación de una bandera blanca con una cruz roja en la azotea del sanatorio conocido como Hispano-americano el 24 de julio del 36, durante un intenso bombardeo aéreo, y en el que resultó herido leve.

Las referencias a lugares y personas sobre el terreno son constantes, pero lo más estremecedor del relato son la larga serie de heridos y fallecidos que por allí pasan. Por aquella vieja caseta llena de desconchones en un arcén de Guadarrama, y donde deberíamos honrar la memoria de nuestros antepasados en lugar de tirar escombro.

Te gustaría leer la novela que inspira este blog? Aquí puedes consultar todos los puntos de venta y préstamo

domingo, 21 de junio de 2015

Primer Capítulo de la novela de intriga "La Casilla de Guadarrama"

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La casilla de Guadarrama

No recuerdo si escuché primero el sonido del teléfono o el trueno que siguió al rayo. Las tormentas en Madrid siempre te pillan por sorpresa. Aunque estés a cubierto. Las malas noticias tienen la capacidad de recorrerte por dentro desde la cabeza hasta los pies, taladrándote el estómago. Pude oír la voz de mi padre, la abuela había fallecido. Con las primeras gotas de la tormenta una sombra negra recorrió de extremo a extremo el comedor de casa, pasando por la pared, los cuadros, la librería y desapareciendo a lo lejos por la ventana. En ese preciso instante, me pareció también oler esa mezcla de colonia Álvarez Gómez y laca de pelo, que me resulta tan familiar y que conservo desde niña. Lo que no sabía en ese momento era lo que iba a suceder en los próximos días.
***
Hacía un día de calor y brisa suave en Alicante. La recién renombrada Explanada de España se mostraba repleta de gente que buscaba la sombra de las palmeras. Aquel joven soldado gallego llamado César no se lo pensó dos veces. Iba junto a su amigo, cuando un obrero con una enorme escalera bloqueó el paso a dos guapas alicantinas, aprovechó la ocasión para entablar una conversación con ellas, y entre chiste y broma las invitó a un helado. Con dieciocho años una mujer de postguerra sabía bastante más de la vida que con unas cuantas décadas de hoy en día. Al margen de estereotipos, dejarse robar el corazón en una mañana de domingo por un auténtico desconocido solo formaba parte del juego al que jugamos los adultos con verdadera veneración. Enamorarse es eso, o no, y muchas otras cosas.
***
Las lágrimas brotan poco a poco cuando la vida viene a imponer su ley más antigua. Coger el bolso, meter un par de cosas en cualquier maleta y echarse a la carretera es parte del ritual de quienes nunca están donde tienen que estar. Madrid es eterno siempre en lo que a tráfico se refiere, pero aquel día me pareció especialmente infernal. Lo mismo que debas hacer tú lo habrán decidido cientos de miles de madrileños, sea lo que sea, y cuando vienes de una ciudad pequeña eso tarda un tiempo en asentarse en tu visión del mundo.
La A6 es como un bálsamo. Cuando logras alcanzar Villacastín comienzas a sentirte fuera de peligro. Después, la sequedad y simetría de las tierras castellanas –hace muchos años que entendí a Azorín– va curando muy lentamente las heridas. Los campos infinitos trabajan la paciencia, y los lejanos pueblos con su campanario y sus cigüeñas te teletransportan a una realidad en la que todo permanece siempre estable. Difícil parece estresarse en Castilla, donde el dolor se seca al aire de la meseta y los árboles parecen trazados con tiralíneas. Pedir un café en un bar castellano es para un gallego un ejercicio de valentía, cuando comprendes que no están enfadados contigo sino que son así, estás ya en un terreno mucho más cómodo.
De niña me impresionó el color rojo de la tierra de León. Poco después me enamoré de los versos de Antonio Colinas y cuando pude ver Pentavonium de cerca comprendí que los castellanos tienen pocos árboles, montañas o ríos que versar y se conforman con la belleza de cuatro cantos rodados. Pero Castilla cura, de eso no tengo ninguna duda. Quizá por eso decidí salir de la autovía en Villafranca, aparcar, y recorrer de una carrera los escasos metros que van desde el parque hasta el primer bar que encontré en el que pude tomar algo caliente. Siguiendo un cartel y una flecha encontré el mejor caldo que he probado en mi vida, en uno de esos lugares donde te pones colorado del contraste térmico entre la temperatura exterior y el calor de una estufa de leña. Apenas terminé el caldo, seguí mi camino.

La carretera a Ribadeo por Meira siempre me ha resultado fascinante. Empieza llana discurriendo entre las casas, como todas las carreteras en Galicia, y se va internando en un cañón de exclusiva naturaleza. Meira parece un pueblo en el que el tiempo se hubiera detenido para siempre, con su plaza y la iglesia, y esos supermercados pequeños pero que sorprendentemente tienen de todo. La lluvia caía intensamente cuando llegué a A Pontenova, y apenas se veían las chimeneas de la antigua fundición. Cuántas veces habré recorrido ese camino, por las antiguas vías férreas, hasta Abres. Un entorno increíblemente bello que ahora estaba gris y plomizo.
***
La mañana era clara y luminosa siempre en los veranos de mi niñez, en la casa familiar de Ribadeo. Sus cinco habitaciones rezumaban actividad cuando todos nos poníamos en marcha cada mañana, a comprar, a pasear, a la playa, o a navegar en el viejo bote de mi abuelo. Precisamente debía arreglarse él para esta faena cuando al otro lado de la puerta, mientras se afeitaba, se le oía cantar con su característica voz “La bella Lola”. Al poco salía, oliendo a esa mezcla de anís y lavanda que preparaba él mismo. Y mientras se tomaba el café seguía cantándole su canción a mi abuela mientras ella movía la cabeza como diciendo “Este hombre…”. Al abuelo le encantaba cantar y a la abuela le entusiasmaba ver aquella vieja casa repleta de nietos.
***
Fue providencial ver la última curva de la carretera, sobre la Villavieja, porque las lágrimas ya no me dejaban conducir. Al fin llegué al pueblo donde en todos los entierros llueve a dolor. Mi padre solía decir que allí “os vellos morren todos no inverno”, mi abuela se reía pero a ella, una apasionada del verano, las flores y la luz –como buena valenciana– también tenía que pasarle así.
-       Menos mal que has llegado, con la que está cayendo.
Apenas pude ponerme a saludar fui recorriendo con la mirada a esos heterogéneos grupos familiares donde uno hace de tripas corazón, otra apaga su dolor entre los fogones o preparando camas, otros desaparecen… Yo siempre he sido de las que me arrimo al calor familiar, que es muy reconfortante.
Enseguida sobrevino la noche y la casa se apagó, para respetar el descanso del entierro la mañana siguiente. Soy bastante noctámbula así que busqué aquel viejo álbum de fotografías de tapas blancas, amarilleadas por el paso del tiempo. Los bisabuelos siempre tienen esa mezcla de cara de susto y ojos bondadosos en las fotos antiguas. Desde luego que debe asustar casarte a los 18 y con lo puesto, y que empiecen a venir niños y que además vivas en un ambiente de preguerra.
***
Era otoño en el camino de O Xardín. Una alfombra de hojas cubría el sendero hasta el pueblo. Manolo y César corrían saltando los charcos con sus zuecas de madera. Las horas del día no llegaban cuando con doce y catorce años tenías que salir a ganarte unas monedas para llevar a casa. César se dirigía a la botica en la que ayudaba y aprendía a preparar ungüentos, repartía las medicaciones que le indicaba el farmacéutico y hacía recados. Manolo a la imprenta donde se tiraba un pequeño periódico local que él debía repartir puerta por puerta. Llegaban tarde de nuevo pero, como por costumbre, se detuvieron ante aquel caserón indiano de contraventanas color azul clarito.
-          Qué haces Manolo, te va a reñir don Evaristo, sabes que no le gusta que el reparto se retrase, le vas a fastidiar la partida de dominó como siempre.
-          Cesarín, ven aquí conmigo.
-          Sí hombre, poco te conozco yo.
-          Ven –le pasó la mano por los hombros– ¿ves esa casa?
-          ¿La de los Queiruga? Claro, la tengo delante…
-          Pues algún día, será mía. Y te invitaré a comer un buen cocido en el comedor del jardín.
César miró a su hermano mayor con una mezcla de orgullo y benevolencia. Tenía la cabeza llena de pájaros. Le metió un buen empujón e iniciaron una carrera separándose al llegar a la altura de la capilla de San Roque.
***
Pasé las páginas de aquel álbum con media sonrisa esbozada. Mi abuela parecía Ava Gardner sobre la proa de la lancha con esa pañoleta de lunares cubriéndole la cabeza. Me sobresalté cuando el reloj de cuco de la pared del salón dio las cuatro. Miré hacia la puerta y volví a ver la sombra. Pasó lentamente desde la pared a mi lado y desapareció escaleras arriba. Contuve la respiración y miré hacia el armario abierto. Me levanté, lo cerré, y volví a tomar el álbum. De pequeña me asustaban los armarios abiertos, así que decidí dejarlo abierto cada noche para acostumbrarme. Pero con los años volví a cerrarlo por cuestiones de orden.
Cuando volví la vista a las viejas fotografías me fijé en una foto del abuelo de pequeño. Estaba con sus hermanos Manolo y Quica, tres años menor que él. Posaban un día de fiesta, pues iban vestidos de “domingo” ante una casona indiana, de esas que abundan tanto en la Mariña Lucense y que personalmente siempre me han fascinado. La casa era de tres plantas y tenía un pequeño mirador arriba, como saliendo del tejado, rematado en pico. Sus paredes eran blancas y tenía unas contras de color azul clarito. Las puertas estaban abiertas y en ese momento salían varios niños de la casa, con un aro y una muñeca. “Vaya contraste”, pensé.
-          ¿Dónde encontraste esa foto?
Escuché a mi lado la voz de mi padre que se había levantado a por un vaso de agua y de nuevo me sobresalté.
-          Qué susto, papá. Estaba aquí en el álbum familiar del abuelo.
-          No recuerdo haberla visto nunca. ¿Seguro que estaba aquí?
-          Sí, claro. ¿Dónde sino? Y además está bien pegada…
-          Alguno de tus hermanos debe haber estado revolviendo por aquí.
-          Es la casa de la entrada del pueblo, ¿no?
-          Sí, la de los Queiruga. Ahora está abandonada pero mira, en la foto, qué bonita estaba.
-          Me encanta el mirador. Y me encantaría verla por dentro.
-          De niño entré varias veces. En mi clase estudiaba un sobrino de ellos que estuvo viviendo aquí, sus padres tenían una casa en la montaña, y habían estado muchos años en América con el resto de la familia. Hicieron fortuna allí.
-          Deben de tener unos desvanes increíbles –no sé si lo pensé o llegué a decirlo en alto…
Siempre me fascinaron las casas antiguas, con grandes trasteros, donde seguramente se podrían encontrar tesoros sorprendentes. Supongo que son las consecuencias de haber crecido devorando libros de Enid Blyton, especialmente la saga de los Cinco, o la colección entera de Los Hollister, de Andrew E. Svenson. En Galicia abundan las casas abandonadas en zonas rurales, supongo que sus herederos tienden a despreciar todo lo que hay allí. Siempre me entra sensación de desasosiego al ver objetos cotidianos que seguramente alguien guardó como un tesoro tirados entre los escombros. Fotos, papeles, pedazos de la historia familiar que acaban en un contenedor de basura porque, simplemente, en los reducidos metros cuadrados con que contamos en los pisos y apartamentos, es imposible conservarlo todo.
La mañana amaneció fría y gris. La humedad de Ribadeo hace que el viento te deje tiesa si no llevas un buen abrigo, así que me puse mi viejo plumífero de los viajes y salí hacia el pueblo. En casa había demasiado barullo. De camino a la calle San Roque me detuve casi sin pensarlo frente a la casona de los Queiruga. Las oxidadas puertas del jardín estaban abiertas de par en par y había huellas de coche sobre la hierba. Sin embargo la casa estaba cerrada a cal y canto, y uno de los laterales completamente lleno de hiedra. En el jardín, el viejo cenador de forja aún estaba en pie. Curioso después de tantos inviernos de temporal y lluvia. “Estos indianos son la leche” pensé “como si aquí en Ribadeo fuera posible cenar a la luz de las velas sin quedarte helado, incluso en el mes de agosto”. Casi estaba retomando el paso cuando me fijé en una ventana del piso superior y me pareció ver a alguien, al momento, la cortina se movió y la figura –si es que llegué a verla– desapareció.
Seguí caminando entre los charcos y observé cómo el pueblo aparecía desierto a esas horas de la mañana. A las primeras personas me las crucé a la altura de las cuatro calles, tampoco demasiadas, y al doblar hacia la iglesia y llegar a la puerta de la cafetería Linares ya se notaba más bullicio. Como de costumbre, el local estaba lleno aunque fuera reinaba el más completo de los silencios. Pedí un cartucho de churros y un envase portátil con chocolate. Pagué y me fui con aquel “tesoro” calentándome las manos. No es que estuviéramos para celebrar nada pero cuando tienes un disgusto a veces hay que rehacerse al calor familiar, y qué mejor que un desayuno energético para dar el último adiós a la mejor abuelita del mundo. 




1.       EL HALLAZGO
Eran las cinco de la tarde cuando –siguiendo la tradición– llovía con furia sobre el pequeño grupo de familiares y amigos que acompañábamos a mi abuela caminando, como se hace en los pueblos, desde la iglesia parroquial hasta el cementerio. Recordé que también llovía a cántaros en los cuatro o cinco últimos entierros. La vida sigue doliendo mientras los buenos se van y nos quedamos los mediocres, o a los que aún nos queda un rato que aprender. Esas palabras y esas oraciones que reza el sacerdote sobre el cadáver se te graban a fuego y te torturan con mil recuerdos maravillosos, cuando te toca de cerca. Y aquí nos tocaba a todos a dolor.
El resto del día fue triste y con esa sensación de no saber qué hacer porque nada te parece suficientemente importante como para quebrar ese duelo. La familia se fue dispersando dejando esa sensación agridulce, a algunos nunca los ves y siempre que lo haces es para enterrar a alguien y por lo general con poco tiempo. Así que por una de esas casualidades de la vida y por ser demasiado tarde para volver a Madrid me quedé en la casa de mis sueños, aquella que había colmado mi infancia de felicidad, yo sola.
Así se hubieron marchado los últimos, me dediqué a vagar por la casa buscando una ocupación indefinida. Saqué unas sábanas, estornudé un rato largo debido a mi dichosa alergia a los ácaros, me tomé un antihistamínico y puse la tele. Tanto silencio me estaba pesando, y a cada momento me parecía oír la voz de la abuela o a mi abuelo cantándole cada vez que ella andaba cerca. Ya no lo sé. Siempre he pensado que cuando mueres te vas a algún recóndito lugar con tus seres queridos, y los abuelitos llevaban casi veinte años separados pues mi abuelo había fallecido repentinamente en el año 93.
Rebuscando entre las cosas de la abuela encontré una cajita con una llave. La probé en todas las cerraduras que se me fueron ocurriendo, armarios, muebles, hasta una vieja caja de música, pero no hubo suerte. Me la metí en un bolsillo y bajé al comedor. Volví a estremecerme cuando el reloj dio las nueve así que me subí a una silla y paré el péndulo del dichoso reloj. Ya solo me faltaba estar toda la noche escuchándolo dar las campanadas cada hora.
De repente me di cuenta de que no había absolutamente nada que cenar en casa, así que busqué desesperadamente el teléfono del Pizzbur, empezaba a tener bastantes ganas de una de sus famosas pizzas de huevos rotos, si no las habéis probado os las recomiendo. Al fin encontré un folleto guardado en el cajón de las guías telefónicas, algo que ya no se usa pero que mi abuela guardaba cada año con particular devoción.
Junto al teléfono encontré otra cajita de madera en la que probé la llave, pero nada.
Empezaba a hacer bastante frío, mi padre había dejado “desconectadísimas” todas las estufas de la casa en su particular ronda de despedida. Suele hacerlo, quede alguien en casa o no, o por si acaso. Así que busqué la vieja estufa de butano, esa que da una llamarada de infarto al encenderse y puede quemarte las cejas si no te apartas como un metro. No arrancaba así que moví la bombona como le había visto hacer a mi madre, con una falta de respeto absoluto por el gas butano, cosa que nos había causado ya algún pequeño susto familiar. No pesaba mucho así que salí al patio jurando en arameo y busqué desesperadamente otra bombona, mientras lo hacía, la voz de mi abuela sonaba en mi cerebro alta y clara “Nenes, cuando se acaba una bombona hay que pedir otra…” Y tanto, en la casa de tócame Roque no había otra bombona llena sino un par de ellas vacías. En mi desesperada búsqueda por el chabolo me topé con el viejo baúl del abuelo.
Mi abuelo era militar y como familia de militares la infancia de mi padre y mi tía había transcurrido de pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad. En aquellos tiempos no se habían inventado las maletas normales y corrientes y viajaban cargados con pesadísimos baúles. Eso o algo así pensaba yo de niña cuando veía en cada esquina de la casa un enorme baúl de madera que ya de por sí pesaba un quintal. Las mudanzas debían de ser la pera en la España de los 50 y 60. De repente recordé la llave y en ese momento oí el timbre de la puerta sonar con furia. Quizá desde allí no lo había oído así que salí corriendo hacia la entrada.
-          Un momento –grité.
Al parecer mi padre también había cerrado con todos los pestillos posibles la puerta así que corrí por mi bolso y después de sacar cuatro juegos de llaves salió el último, el de la casa de la abuela. Cuando conseguí abrir la cara del repartidor de la pizzería ya era no era tan amigable, así que le sonreí para contrarrestar y le dije que se quedara con el cambio. No suelo hacerlo, pero en la mayoría de las novelas y películas lo hacen, así que me animé.
Mmmm, aquello olía de maravilla así que corté un trozo y volví al trastero a examinar aquel baúl. Pensaba que sólo contenía el traje militar del abuelo, y algunos recuerdos, no creía que la abuela pudiera guardar la llave con tanto empeño. El baúl estaba claramente abierto y la llave no encajaba así que mi gozo en un pozo. Empecé a revolver, y a estornudar. Corrí a por mi inseparable paquete de clínex y volví con una bufanda atada a la nariz y la boca, el único modo posible para una alérgica como yo de rebuscar entre cosas llenas de polvo.
Efectivamente el uniforme militar del abuelo, el sable, las botas y algunas medallas viejas, ganadas posiblemente con gran tesón, estaban por allí. Oí sonar el móvil y corrí de nuevo hacia la cocina.
-          Hola papá. ¿ya habéis llegado?
-          Hace un rato, había niebla en Mondoñedo y tuvimos que abandonar la autovía para ir por la nacional. Mañana cuando salgas ten cuidado. Ya sabes dónde tienes que desviarte, ¿no?
Antes de que volviera a explicarme con precisión la ruta que debía seguir le recordé que pensaba ir por Meira, más directa y más tranquila.
-          Ah bueno, es verdad, que tú siempre vas por el otro lado. ¿Te has comprado algo para cenar?
-          Sí, he pedido una pizza. Por aquí no había nada que echarse a la boca.
-          Bueno, por la noche cierra bien todas las puertas…
-          Sí papá. No te preocupes. Oye sabes que la abuela tenía una llave en el cajón de la mesilla y no encuentro de qué es.
-          Sabe Dios. Ya sabes que le encantaba guardarlo todo y luego se fueron tirando cosas…
-          Estaba mirando en el baúl del abuelo, pero también estaba abierto.
-          Ahí no hay más que polvo. Te vas a poner fatal de la alergia…
-          Ya.
-          Bueno, pues mañana hablamos.
-          Sí, os llamo al llegar a Madrid.
-          Venga, chao.
Mi padre tenía una técnica muy depurada para acabar siempre las conversaciones abruptamente, así que no intenté indagar más sobre el tema del baúl.
Cogí otro trozo de pizza y volví al chabolo, había empezado a llover. Al levantar la segunda capa de cosas encontré una caja metálica bastante grande. La levanté y miré la cerradura. La llave encajaba así que volví a la cocina. Al poco de entrar se oyó un trueno y, como también era habitual en el pueblo, la luz tembló. Temí quedarme a oscuras así que busqué una vela. Revolví todos los cajones del comedor, luego los del salón y nada. Al final eché mano a un quinqué decorativo, con una especie de vela aromática y cogí las cerillas de la cocina. Abrí la caja, después de pelear un rato con la cerradura, y me sorprendió ver dentro un montón de folios escritos a máquina, la inconfundible Olivetti de mi abuelo. Como tenía tan mal pulso, se había habituado a escribir todo con aquella máquina que llevaba de aquí para allá entre sus pertenencias. Los saqué. Estaban unidos por unas grapas y algunos se veían bastante deteriorados por la humedad.
Tuve el impulso de volver a llamar a mi padre para hacer alguna pregunta sobre el asunto, pero algo dentro de mí me hizo decidirme por empezar directamente a curiosear. Luego ya preguntaría.
Volvió a sonar el móvil. “Mamá”. Posiblemente a mi madre le faltaba información tras la llamada de mi padre o bien había quedado alguna cuestión sin matizar como “tómate algo caliente” o “abrígate bien por la noche”. Las madres no pueden escapar de la idea de que son madres al fin y al cabo.
-          Hola mami.
-          ¿Qué tal te has quedado ahí tu solita?
-          Bien, no te preocupes.
-          ¿Tenías algo para cenar?
-          No pero ya me pedí algo por teléfono, y mañana desayunaré en algún lado y ya salgo.
-          Bueno, ¿estás bien?
-          Sí mami. Te dejo que me quiero acostar pronto.
Era el único modo del colgarle el teléfono a una madre y me picaba la curiosidad con los dichosos folios escritos.
Cogí otro trozo de pizza y una servilleta para no manchar todo aquello. Había logrado encontrar una coca-cola sin caducar así que también tuve cuidado con el vaso, suelo llevar la fama de patosa y con razón. Comencé a leer…
Madrid
Debido a mi trabajo desde la juventud como mancebo en una farmacia del pueblo, cuando llegué para realizar mi servicio militar en Madrid fui asignado inmediatamente al cuerpo de Sanidad. Sabía poner inyecciones, hacer píldoras y pomadas y reconocer algunos preparados por el olor, lo cual en el ejército te capacitaba automáticamente para curar enfermos o ayudar a hacerlo.
Madrid era un hervidero social y político en aquellos años previos a la guerra por lo que seguía los consejos de mi hermano Manolo y trataba de que el día transcurriera sin meterme en líos.
Vivía en el cuartel de los Docks, entre las calles Pacífico y Comercio, y hacia la tarde, en el rato que tenía libre solía acercarme a la imprenta donde trabajaba Manolo a echarle una mano con el trabajo.
Comencé a leer con voracidad aquellas páginas amarillentas y de repente pasaban ante mis ojos escenas en blanco y negro, de dos hermanos jovencísimos sacándose las castañas del fuego en el polvorín que era aquella capital en los años 1934, 35 y 36. En aquella época donde no había paraguas familiar, y de padres labradores debían salir hijos hechos y derechos que frecuentemente dejaban el pueblo natal buscando un futuro. Así lo había hecho Manolo, el hermano del abuelo. Me estremecí al mirar para la pared del comedor y ver su viejo retrato, que mi abuelo había querido tener siempre allí y mi abuela había respetado en todas sus reorganizaciones domésticas. Poco más allá, sobre un viejo aparador, las fotos de todos los nietos, bodas, bautizos y comuniones y la pequeña foto de boda de mis abuelos. Dos jovencísimos audaces mirándose con pasión, que se casaron con lo puesto en un día de verano de la triste postguerra española.